VER EL ALMA DE LAS COSAS
 

 
 

Rafael Argullol

 
 

Decimos: naturaleza inanimada. Como sucede con tantas otras cosas, o decimos sin sospechar las consecuencias de una calificación de este tipo; pero al hacerlo nos volvemos más ciegos y más sordos. Si la naturaleza no tiene ánima (movimiento propio, vida) apenas merece la pena mirarla o escucharla en profundidad. Sin entrañas y sin voz la tierra es, entonces, pura epidermis, superficie sobre la que se deslizan torpemente nuestros sentidos. En una relación de estas características, aunque creamos estar inmersos en un vértigo de actividad, nos vemos despojados de nuestra capacidad de contemplación y, por consiguiente, simétricamente, también nosotros "perdemos el alma". Podría entenderse la entera historia de la pintura de paisaje desde esta perspectiva: el descubrimiento, la conquista y la pérdida de la capacidad humana de contemplación, así como las sucesivas reconquistas de la misma. Los paisajes pintados son, en cierto sentido, dobles proyectados por el hombre para traducir plásticamente sus convicciones, miedos o sensibilidades. Un hombre es lo que se atreve a contemplar; y algo similar ocurre con las culturas. La pintura china ha contemplado con delectación el vacío. En Occidente el horror vacui ha sido casi constante y la necesidad de llenar los horizontes observados explica la ordenación arquitectónica del paisajismo europeo tras el Renacimiento. Pero la pintura moderna ha querido contemplar también el vacío. Desde Turner, que a lo largo de cincuenta años experimentó todas las metamorfosis del paisaje, hasta Malevich o Rothko. Sea cual sea su escepticismo, ni el pintor ni el espectador (que quieran serlo) pueden creer inanimada a la naturaleza. El paisaje sólo existe realmente si existe la contemplación, y contemplar es ver el alma de las cosas. Incluso si se trata del vacío.

 

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