Para Marie-José Paz

By mourning tongues
the death of the Poet was kept
from his poems

W. H. Auden: "In memory of W. B. Yeats"

Murió un domingo de abril.
En los montes gran calor
los árboles calcinaba:
(No nos conocíamos entre nosotros. Aprendimos a leer en sus libros).

Se ruborizaban en la calle las estatuas pintarrajeadas.
Terminaba la Pascua,
El era un hombre educado:
murió cuando todos regresaban de vacaciones.

(Unas horas después de su muerte
un breve sismo sacudió la tierra
—los geólogos están de acuerdo:
alcanzó 3.5 en la escala de Richter).

La lengua se puso de luto
otros idiomas la siguieron
pero nadie sabía cómo avisar
a sus poemas que el Poeta había muerto.

Los colibríes volaban veloces en zig-zag.
Leves tolvaneras se disponían a bailar
sarabandas y rigodones en los terrenos baldíos,
pero ese día al iniciar la danza parecían desanimadas.

No sabíamos por qué tenía que desaparecer su cuerpo
si su nombre iba a quedar en tantas enciclopedias
No nos conocíamos entre nosotros:
Aprendimos a leer en sus libros.

Como la cabeza titánica de un atlante olmeca
o como una antigua pirámide inmemorial
de esas que tanto le gustaba
subir y bajar con el pensamiento:

Cuando murió no sabíamos
—¿quién no lo había olvidado?—
lo que se va
cuando un poeta se va.

(Los geólogos están de acuerdo:
el temblor alcanzó
3.5 grados en
la escala de Richter).

Por lo pronto todos
habíamos empezado
a soñarlo.
Cada noche

nos visitaba y daba consejos
en ese brumoso país de los muertos
Pero nadie sabía cómo decirle a sus poemas
que el Poeta había muerto.

Las causas de su enfermedad
son públicas aunque no siempre reconocidas:
Su dolor más intenso
era —otra carga oscura— México,

y, más allá, la humanidad desamparada,
expuesta a las torturas de la comodidad:
la raíz del hombre desecándose
en las corrientes del aire acondicionado

A él le dolían los árboles cortados,
la incuria pudriendo la casa del abuelo en ruinas.
Que fuéramos indignos de las nubes del Valle de México
reavivaba en él una quemadura lacerante.

No nos conocíamos entre nosotros.

Una cultura vale
lo que sus bosques:
le dolían los árboles talados

Pero desde muy joven
aprendió a vivir con ese dolor
A ese aprendizaje —entendámonos—
lo llamó Crítica.

No, no le gustaban las corridas de toros,
pero era buen torero
Erguido ante el acoso de la bestia,
sabía eludirla con un breve desdeñoso esguince.

O hundir la espada hasta el puño
—amenaza elegante
y giro misericordioso—
como si él supiese lo que sabe el toro.

Ahora anda disperso en la memoria de sus admiradores.
Muchos versos suyos se fueron a vivir otros idiomas
Algunas ideas del hombre devuelto a las cenizas resucitan
en argumentos que nada tienen de sus ensayos.

Creíamos componer una familia
por el hecho de sabernos de memoria un puñado de sus poemas.
Entonces sólo era feliz el memorioso.
(Una cultura vale tanto como sus bosques).

Jugaban los niños
en la fronda del árbol:
columpio, caballo, resbaladilla
En silencio sonreía con las ramas abiertas de par en par.

No nos conocíamos entre nosotros:
Aprendimos a leer con sus libros:
fuimos a buscar la semilla oculta en sus alusiones:
¿llegaste errante al claro errante en el bosque?

Con el tiempo descubrimos
que era un poeta —y algo más
(Casi desde niño se le abrió una herida
tras los ojos: clavado una espina: la poesía).

Que era un escritor —y otra cosa
(A su paso las ideas hacían ronda
las opiniones se agachaban y jugaban al burro)
Que era un artista —y además...

Tigre infalible,
a veces árbol de raíces líquidas,
sabía dar la palabra y bajo su fronda
el mundo hallaba armoniosa austeridad.

Ya al final hablaba de su demonio:
el daimón o genio de Sócrates, su maestro.
Sí: llevaba a Platón en las venas,
pero su figura hacía pensar en Chuang-Tzu,

Vivió más de treinta años fuera de México
Pero ni él ni Henry Adams ni I. S. Turguenev
fueron o podían ser expatriados. Dormían en almohadas de piedra.
Tampoco podían dejar de ser peregrinos en su patria.

El soñaba con las armas puestas
listo para disparar imágenes en cualquier instante
Apenas dejaba de ser niño
cuando descubrió en sueños un espejo.

Ahí aprendió a comunicar en silencio vestigios del límite.
Las artes de la imagen
no tuvieron secretos para él:
lo había tomado a su cargo Nuestra Señora de las Analogías.

Quizá por eso sus canciones surcaban el aire como flechas
Sus ideas fulminaban un lunar rojizo entre ceja y ceja.
Niño tras el cometa, él iba siguiendo las aéreas banderas de la esperanza;
Recordaba el antiguo testamento entrecortado del viento entre las rocas

En todo caso sus mejores criaturas
las engendró en cristales y en espejos,
en ecos y paseos,
en los márgenes de las páginas que cultivaba como jardines.

Armaba pirámides y caminos, árboles y arcaduces,
cielos y ciudades de amor, puentes y cántaros
máscaras, murallas, pájaros palacios lucientes. Murió
después de haber cumplido plenamente la realización de sus dones

(Yo veo desde la orilla alejarse su barca;
la tierra se desmorona bajo mis pies.
El se va para cumplir otros deberes.
Para acercarse a él ahí están los surcos).

Los jóvenes leen sus libros por el camino,
en estaciones de autobuses
estremecidas por pregones y algarabías,
—pájaros, niños— la enredadera del vocerío

El calor golpea contra los vidrios
el cascabel de una mosca zumba enfático;
los muchachos leen sus libros de poemas como mapas
deletrean unos versos: eso les basta para saber qué dirección seguir.

¿Pero quién lo podría alcanzar?
Cuando escalábamos la pirámide de Quetzalcóatl en Xochicalco,
él ya andaba atravesando le Pont-Neuf
Rumbo a François Villon y Guillaume Apollinaire.

A toda prosa nos dirigíamos
hacia el Boulevard Raspail
—quizá alcanzáramos al arco iris llamado Henri Michaux—
pero él ya hacía rodar signos desde las cumbres nevadas de los Vedas.

Emprendíamos el camino hacia Creta,
volvíamos a Lisboa y a cierta cueva recóndita en Nepal.
Demasiado tarde. Nos dábamos cuenta de que
nunca había salido de México.

No había dejado nunca de conversar
Con Villaurrutia, Reyes y Cuesta.
A sus anchas hablaba y hablaba con la Monja Jerónima en un patio
de una antigua vecindad arrebatada por gritos niños.

Lo quemaron en la Plaza Pública
—a él: un hermano mayor de la Constitución—
sin saber que él mismo ya se había incinerado como un bonzo
al fondo de una quebrada sintaxis,

mientras en lo alto reía
el Mono Gramático:
se asomaba a desfiladeros y sumideros
de ocultos translúcidos vasos comunicantes.

Era río de luz sin antes,
claro errante en el bosque,
limpia cascada aventurera,
soplo de color sobre las aguas.

Esa luz lo hacía invisible,
entraba sin ser notado
a Templos, Plazas y Bibliotecas
Era demasiado tarde cuando lo sorprendían.

Ya estaba adorando a
Nuestra Señora de las Analogías,
a la Inmaculada Ironía.
Se había robado el fuego.

Iba sembrando ascuas tan casualmente,
las ponía como quien no quiere la cosa
en estuches de prosa y verso blanco.
Soplaba sobre cenizas volvían gardenias.

Pero era un secreto a voces
que llevaba el fuego
que se lo llevaba
aunque a veces supiera ocultarlo.

Como parvadas o jaurías
o bandas de niños,
los poemas —propios y ajenos— lo seguían al canto.
Cruzaban fronteras por él abandonaban los libros.

Como el isleño que deja
la isla para pisar tierra firme,
lo seguían y olvidaban
de dónde venían en qué época los habían escrito.

El sabía devolver su nombre a cada uno.
En cada mano llevaba una alianza.
De plata en la izquierda: —traducción.
De oro en la derecha: —versión.

(Algunas horas después de su muerte
un breve sismo conmovió la tierra
—los geólogos están de acuerdo:
alcanzó 3.5 en la escala de Richter).

Han pasado ya algunas semanas.
La lengua está de luto:
se ha sumado al duelo varios idiomas.

Nadie sabe cómo decir a sus poemas que el Poeta ha muerto.

[Text llegit en Homenatge a Octavio Paz celebrat al Celarg el 20 de juliolde 1998]

                                                                                                                    [Adolfo Castañón]

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