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[Amílcar Orellana]

 

Tigrerías de papel
Versos de madrugada

 

 

Versos de madrugada

I

En las madrugadas las calles silenciosas parecen hablarnos. Mueven los brazos y tocan las hojas muertas de los árboles, los ojos de piedra, las bocas carcomidas, los esqueletos de las casas.

En las madrugadas las calles silenciosas me hablan, me pintan la noche sin cabeza y las puertas sin candado. Una hoja que humedece los labios de mi sombra. Se oculta la luz de la luna en esta noche oscura donde cierro mis versos.

II

¿Quién entiende estas pisadas de mosca? ¿Quién entiende las palabras de fuego que bailan en estas líneas? ¿Quién entiende el silencio que marca las piedras y los caminos de mi poesía? Solamente el hueso oculto detrás de una palabra ríe, el siseo de la noche que fluye sobre las palabras sin manos y recorre los caminos sin mancha. Más allá, el sudor de mi lápiz se esparce.

III

LA lluvia siempre me dice algo cuando la veo tirada sobre las banquetas. Sucia y mal oliente se levanta y avanza sobre las calles, es como el día que me pide quedarse en esta hoja o como el vagabundo que se cae en cada pueblo.

La lluvia siempre me dice algo. Con cada nota que desprende, con cada silencio que rompe se desnuda ante al noche dejando la túnica blanca sobre el espejo.

La noche siempre me dice algo, algo que se marca en mis manos y no puedo quitarme, algo que ciega mis ojos y desgarra mi cara: la noche siempre me dice algo.

IV

La vida está en aquella gota de rocío, casi muerta y con un pie obre a raíz de esta línea: avanza, no avanza: piensa el momento de caer en este mundo muerto.

V

Se escuchan notas bajo la mano, sorprendo al señor viento dando serenata al alba. Notas de olor, de raíces y árboles secos. De pronto se rompe la luz, una sombra pasa sobre mis ojos y deja mudas mis palabras.

Enciendo mis dedos y alejo la noche. Enfrente escucho mi nombre, volteo y avanzo hacía mí. Sentado en esta silla me encuentra la tarde. Subo hasta las ramas y desgarro cada minuto; divido el día y la noche, pongo la cortina que tapa cada piedra del reloj; más allá el ojo de la muerte.

VI

De mi mano brotaste. Entrar a un mundo es difícil. Romper un muro o un castillo de mármol es la tarea que sostiene cada silencio. Naces sobre la furia de una piedra. Inconscientemente levantas el vuelo como una flecha que parte el viento y avanzas sin rumbo: colibrí sobre la rama y la tristeza sentada al tronco. Contemplo fijamente la imagen de un esqueleto; duerme en aquella esquina. Ojos huecos observan el fuego. Nace la luz sobre tus alas y vagamos entre los cuerpos llenos de noches eternas.

Δ

Tigrerías de papel

A Eduardo Lizalde.

I

Alguna vez el tigre fue prisionero de tus ojos. No, la noche lo ha encerrado en la cárcel de árboles secos, le ha dado huesos y sangre con sabor a muerte, le ha puesto calaveras en sus ojos y guadañas en sus garras. Tigre escondido entre el silencio de las hojas, te observo. Mi sombras mueve como el descender de una pluma, como la huella del felino sobre la rama que se dobla. Cada paso que doy lo recoge el viento. Sostengo los minutos sobre la cola. Avanzo hacia un río muerto donde fluyen restos de lluvia que se ahogan en este montó de arena. Al borde, el cuerpo del primogénito:

Se ha quedado muerto el día.

II

¿Alguna vez fui tigre? No recuerdo. Posiblemente mis manos se convirtieron en garras y les brotaron navajas en la punta de los dedos. O quizá me volví sediento de la muerte y corrí como loco tras las huellas de mi presa. Me doy cuenta que para ser tigre tendría que merodear por lugares oscuros, desgarrar las entrañas de los árboles, cortar con la mirada y poner el fuego sobre mi espalda, ese fuego que llevo entre las venas y no me deja ser más que una sombra.

III

Alguien observa mi camino sobre la hoja. Está firme ante la puerta y espera el primer rayo de luz que ilumine mi cuerpo. Sus movimientos brillan en la oscuridad. Todavía se está limpiando el olor a muerte de la noche anterior. A su lado: huesos turbios.

IV

¿De qué morir si no dan a escoger? Encerrado en esta jaula pasan mis días uno tras otro y solamente los huesos que sostienen mi esqueleto saben reír, saben contar cada minuto que transcurre y deja la huella impresa en estos ojos llenos de muerte.

Observo el movimiento de las sombras que rodean la luz casi apagada por los gritos de odio. Dan vueltas y vueltas con la misma sombra que me persigue con la guadaña en las manos y mi nombre en sus ojos:

¡Tigre!, ¡Tigre!.

V

Camino por esta calle sin saber el final. Solamente mis huellas reconocen cada paso que se añade al reloj muerto por los zarpazos del sol. Tic tac, avanzo sin detener mi ritmo, sin detener la mano que cierra el candado en esta jaula de un solo sentido; gotea, gotea y cada música se quiebra en los colmillos de las puertas mordidas y manchadas de sangre: furia muerta al otro lado de la luz.

VI

¿Por qué mirar a luz si no la merezco? En esta caja hasta la sombra se ha encerrado en ella misma, ha perdido la llave que abre la noche sobre este espejo. En una esquina el ojo de tigre observa: cae la sangre de aquel cuchillo sobre la mesa.

VIII

En ese árbol los ojos de la tarde esperan la cabellera de los años. Un paso, otro paso y la espera se prolonga. En el suelo las hojas manchadas de rabia se revuelcan. Una que otra sombra se quedó en aquel lugar donde el fuego está sobre las ramas.

Árboles arañados, gajos quebrantados: es allí donde la agilidad y la experiencia muerden el hueso sin carne que ha dejado la muerte. Seco el río de odio, el tigre se lava las garras con sangre.

VIII

He caminado por la orillas de la muerte. es como darle un zarpazo a a luz y tratar de agarrarla, como sacarle los ojos, romperle un brazo o arrancarle la lengua y tirársela a la noche entre barrote y barrote. En este vaso las gotas de fuego queman mi sed. Han calmado el brillo de la noche que ahora alumbra ese callejón oscuro: cierro las puertas de mi nombre en este reja de palabras.

IX

Observas tu cuerpo en aquel lugar donde hasta la sombra más rara queda inmóvil. se petrifican tus huesos, se pudre tu carne. No hay movimiento alguno que trate de mirar los ojos del odio dentro de esos hoyos negros donde la muerte vaga con una llama en las garras. Me pregunto si acaso esa es la posición que se merece. A veces esas nubes oscuras que rodean y merodean tu nombre se desvanecen con los golpes del reloj.

X

La noche se mece en esta hamaca de huesos rotos. La acompaña el esqueleto del día que se despedaza sobre el reloj: se han doblado las manecillas que pasan por cada ojo humano y atraviesan las venas en los costados de mi cuerpo. Avanzo sobre ríos llenos de oscuridad y sombras secas en cada esquina de esta hoja.

Δ

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