Medición de la Tierra en el año 385 a.d.C.
Fue uno de esos días de verano
en que el Sol parece preparamos para hacerle frente
a algún profundo error, y yo, Eudoxo, a aquellas horas
de un sofocante miércoles cualquiera, abandoné por fin
el barco que me había traído desde mi ciudad
natal de Cnido, en el Asia Menor.

Dejé muy cerca de los muelles mi exiguo equipaje,
en humilde posada,
y caminé durante horas
por el sendero polvoriento que conduce
a la Academia de Platón,
en los suburbios del Norte de Atenas,
bello lugar en medio de un bosque sagrado
de olivos, cerca de Colona, el santuario
del ciego Edipo, en el que las hojas
de los álamos blancos, plateadas
se vuelven bajo el viento,
donde los ruiseñores cantan noche y día,
también ellos: «que sólo los geómetras
entren aquí».
                    Fue inmenso mi deleite
ante la elegancia de las formas que contemplé.
La Geometría, que para los egipcios
fuera una ciencia práctica, en manos de Platón
había pasado a ser la única Teología posible.
Las formas geométricas abstractas son el universo,
decía él; y los objetos físicos sus sombras imperfectas.
Recuerdo, oh, sí, a Platón,
igual que si esta tarde de verano fuera de nuevo aquélla.
Sus anchos hombros de luchador en los Juegos ístmicos
su inteligencia osada de rico aristócrata,
la arrogancia salvadora del descendiente de Solón,
la fiera ternura del tigre cultivado
erigido en el único guardián de la ciudad.
y su sonrisa indulgente cuando le ofrecí,
con humildad, las bases de la Geometría
Euclidiana y el Rectángulo de Oro,
la más elegante proporción
que él nunca hubiese comprendido.

Sí, su sonrisa al advertir
mi pasión por los hechos
físicos, cuando por un instante
acaso descubrió que la belleza
abstracta y pura que él amaba tanto
empezaba su lenta retirada
ante la áspera insistencia
de mis predilecciones:
del mundo material.
Risa viril que proclamaba
su amor por las estrellas
y acto seguido se negaba
a contemplarlas en el cielo abierto.
Aquella risa y mi llegada a la Academia
una tórrida tarde de verano, el día
en que empezaba a derrumbarse
para siempre el imperio de Platón.

[Ángela Vallvey, Extraños en el paraíso, Biblioteca Nueva, Madrid 2001]

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