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[Francisco Morán]

 

Pobre Casal
En la tumba de Julián Casal

 

 

 
Pobre Casal

               a Pedro Marqués de Armas

 ¡Pobre Casal! repiten todos: 
 el comerciante, la prostituta, críticos y niños, 
 el efebo de hermosura escurridiza 
 que erró por la sombra de cualquiera 
                                       de mis días. 
 ¡Pobre Casal! 
 y las palabras pierden la vehemencia de la manada, 
 retroceden, se desgastan, 
 caen como piedras inútiles en los muros de jade 
 de mi escritorio. 
 La lluvia afila los tejados. 
 En el espejo, el vacío alumbra una parcela 
                                     de Belleza. 
 Me  quedo  absorto junto  a su  piel de  tigre sin 
                                       domesticar 
 que se lleva mis preguntas, 
 todos mis rescoldos. 
 ¡Pobre Casal! Como un arañazo en mis espaldas. 
 Y el aire embadurna de una dulce tiniebla 
 mi cuerpo migratorio, 
 su bóveda oscura haciendo signos invisibles 
                              en la mano de Rimbaud, 
 aderezando los postres de Verlaine, 
 regalando a Baudeluire su túnica, 
 la tos enfebrecida, 
 la médula de la noche 
 en una plenitud de anillo. 
 ¡Pobre Casal! ¿Por qué insisten en la oquedad 
                                           del minotauro, 
 en las llagas del cielo? 
 Soy un dios que ha perdido su esfera 
 y me asedia esta isla imaginada entre los paréntesis 
 de la duda 
 y el césped tierno de todas las ausencias. 
 Soy sagrado. 
 No toques mis visiones, 
 ni mi máscara. 
 No entres en mi cuarto de gladiador auténtico. 
 Me sentaré a la mesa con ustedes. 
 "Mal día es hoy para mí
 Aquí está la nieve, su almendra como un dique 
                                en la calma del naufragio 
 La imitación de Cristo no nos vuelve Cristo. 
 La cruz, el sacrificio 
 no hacen de nosotros, ECCE HOMO. 
 Entre las hojas del libro abierto 
 podemos situar nuestra buhardilla, 
 los clavos, 
 el dolor, 
 la esponja empapada en hiel, 
 pero no olvidar el movimiento pendular 
                                            de la carne, 
 su boca hambrienta, 
 la copa de oro, 
 el lirio que nos tienta. 
 ¡Pobre Casal! Y me arrojan al manicomio de los 
                                          perseguidos 
 No hacen más que aullar su propia pobreza. 
 ¡Pobres, pobrecitos!, cuando despierte con todas 
                                          mis flechas 
 en el centro del laberinto, 
 y juegue con la luz mi mano rota 
 y sostenga una de las puntas del cielo frágil 
                                        de la patria, 
 y mi plenitud resuene en la carcajada, 
 en la sangre incontenible cubriéndolo todo 
 de una chispa preciosa 
 de la brillante pedrería 
 de la muerte, 
 de mi muerfe. 

                         La Habana
                                 junio 19-20 1992
 

Δ
 

En la tumba de Julián Casal

                       a esperanza figueroa

  Aquí los desperdicios de la muerte, 
  el aire roto, 
  el cuerpo abrumado por el frío y la sorpresa. 
  ¿Qué nos separa de su vigilia, 
  del secreto paladar de sus demonios? 
  ¿Quién puede asegurar que no somos nosotros 
  los muertos, 
  los que hervimos falsos manjares y tullidos 
                           hasta la risa 
       nos revolcamos entre alimañas que nunca jugaron 
                                          en la nieve? 
  Todo lo que hicimos para arrancar la cera 
                      a sus ojos de muerto, 
  fue inútil. 
  Nada va a devolvérnoslo. 
  Ninguna ternura que soplemos juntos 
  hará que se levante. 
  Todas las flores de la Isla no podrían deshelar 
  su retraimiento. 
  ¿Qué hacemos entonces aquí 
  si no es hacer con la muerte una bebida común? 
  Sospecho que gastó sus días y también los nuestros. 
  Darío nos preguntó dónde estaba Casal y nadie pudo responder. 
  Tampoco lo sé yo, pero "son los días tristes y lluviosos,
  y son las noches largas y sombrías.
  Y he visto lotos blancos de pistilos de oro 
  en los jirones de Puentes Grandes. 
  En cualquier kimono pueden estar sus huesos, 
  en cualquier abanico el exagrama de su frialdad. 
  ¿Dónde está Casal? 
  ¿adónde fueron la sonrisa encristalada, 
  la ciudad de precarios camarotes que no podíamos ver 
  en los espejos de los Pérez de la Riva? 
  ¿Dónde el cenicero, 
  los restos del banquete, 
  el punto de encaje del chiste, 
  el tapiz que contaba nuestra historia, 
                      -frágil como un aneurisma- 
  a la hora de las comidas, 
  cuando la mesa y la calle están a oscuras, 
  cual si hubiesen perdido su aceite, 
  el ardor de las compañías? 
  Vivimos con brujas, entre maleficios y desapariciones. 
  Celebramos aquelarres con la soledad, 
  alumbrados por el silencio. 
  Y en cada misa negra 
  nos bebemos su sangre roja de tigre real, 
  de tuberculoso, 
  de huérfano. 
  Y lo compartimos agradecidos, 
  amorosamente, 
  entre los arrecifes 
  y las columnas 

  vencidas. 

Δ

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