Caliente lejanía

un vacío para recomenzar
el espacio, para buscar el borde
que podría llamarse día.

Jacques Ancet


El año envejeció justo en la fecha, justo en agosto
dejó caer sus bellas canas sobre los ciruelos.
El invierno tendrá que guardar su baraja, como entonces,
y ¿en qué estábamos? Ah, sí, un sueño, te dije, un sueño
que tuve, un sueño que era casi tu rostro, un telar casi,
la urdimbre trenzada sobre el agua, cómo decirte, podía ver
a través tuyo, hacia el fondo, donde todo se movía.
Y era importante para mí que fuera un sueño,
porque allí el invierno no sabe mi lengua. El viejo invierno
que les pone alfileres en los ojos a las aves migratorias.
Y un sueño no es un sueño si el invierno habla en él.
Arden las manos, las llamas escurren entre los dedos.
El invierno debe quedarse a la intemperie, roer
su pan duro, mirar por el ojo de la cerradura.
Lo demás es el tiempo y el abandono. Recuerdo
tantas cosas, todo aquello que prometí escribirte,
como quien promete una visita dominical sin saber que a veces
los domingos desaparecen de la semana. Los sucesos
comienzan a desfigurarse, como el rostro de un mendigo
tras un vidrio de catedral, y sólo queda obcecarse
con el palimpsesto, con su resplandor más terrible
cuanto menos inteligible. Entonces, decía,
entre nosotros y el suelo apareció un río desbocado,
una lágrima con un tigre adentro, hubo una leve agresión
de fragancias, la recia ternura de la espuma, la palabra
hervida entre los labios, un beso largo y rizado
como un pelo del mar. De todo ello prometí escribirte,
contártelo todo con lujo de detalles, aunque esto significara
resignar la posibilidad de la duda y dejar en nada el milagro
de la soledad: el aire cede en la habitación, se rasga
y brota de allí una palabra, un gesto, una mano incluso
que te acaricia hasta que despiertas y la olvidas.

A los amantes se les separa siempre de la misma manera:
los aeropuertos se llenan de un horrible olor a crisantemos
y el mundo se detiene un segundo, para luego seguir su camino
tragando saliva. Y a veces queda temblando un recorte de aire,
un contrato con el desalojo, que si bien podría conducirnos
a la locura total, se conforma con adiestrar nuestra mirada
como adiestra un niño la de su padre
al convencerlo de la existencia de extraños animales entre las nubes,
enormes bestias que lo acompañarán desde entonces y para siempre.

Los espacios son despojados de toda evidencia,
¿pero qué queda en su lugar que hace tanto ruido,
tanto escándalo, como si de pronto fuera a salir de allí
un cartero amordazado que agita sus brazos y con lágrimas en los ojos
éste nos abrazara y nos pidiera perdón? La realidad,
entonces, queda a merced de una pequeña esperanza.
Lo contrario sería apostar la cabeza a la disolución
y gozar de un sueño más claro, cotidiano, que nos permita
decir al cabo de mucho tiempo: «mira tú, lo que son las cosas,
tú y yo de nuevo aquí, parece mentira ¿no?». Pero la realidad
queda a merced de una pequeña esperanza. Los sucesos
son tan difusos que uno podría caminar entre ellos
sin poder distinguir ni el rostro de la madre. Y todo
se pone color de hormiga cuando uno desea
abrazar una sombra que descalza se pasea en camisa
por toda la habitación. El eterno desayuno
de unos amantes de porcelana confunde así toda idea
que nos hayamos hecho de la realidad. Se piensa,
por ejemplo, en poder estirar la negra madeja
que enreda una mosca durante días en la habitación
y reunir entonces lo desunido, amoblar la casa desalojada.
Un sueño, te dije, un sueño que tuve, un sueño
que era casi tu rostro.
                                  Pero la verdad de las cosas
es que hay casas donde la luz anda a la siga de las ampolletas.
Los anteojos están llenos de tiza y aceite quemado.
Y debieras saber que en la ciudad no se mueve una hoja
cuando le hablas de amor al reflejo convexo en la cuchara,
aquel pequeño retrato quieto en el té, como en su cuna de bronce
un niño de meses o como una venda negra multiplicada
en la pupila de los fusileros. Y debieras saber
que el viento buscaba una casa en la ciudad, andaba como loco
golpeando las ventanas. Pero no traía ni llevaba noticias,
sólo entraba en las casas vacías portando un eco metálico y seco,
una gotera que ha de martillar en alguna habitación o la manecilla
del reloj atascada contra el mismo retrato, una y otra
y otra vez, o la aguja que salta y regresa al mismo surco del disco
o una inmensa cruz de piedra que escarba en la brisa,
buscando el corazón del vacío, el sonoro corazón del vacío,
aquel del que se llega a pensar que pronto dejará caer
un ojo cerrado,
                        un lento pétalo sobre el mantel,
                        es decir, cien pesos de vacío y terciopelo,
y uno dice sí con la cabeza, como quien descubre
adentro de la mañana otra mañana más brillante,
que no requiere de sol, porque es ciega y negra.
                                                                           Un sol
en la habitación ¿es un deseo cruel? En una casa vacía
no existe la palabra crueldad. No existe la palabra deseo.
Y ahora tu rostro es lo único que existe. Tu rostro, como la mañana.
Como un candado de corazonadas abierto de pronto,
el reencuentro de los amantes termina por confundir
toda noción que se tenga de la realidad, y ahora tengo que escribir
el sueño que te dije, aunque eso signifique
resignar la posibilidad de la duda y dejar en nada el milagro
de la soledad: el aire cede en la habitación, se rasga
y brota de allí una palabra, un gesto, una mano incluso
que te acaricia hasta que despiertas y la olvidas.
Pero ¿cómo distinguirlo entre las baratijas del invierno,
cómo sacarlo de allí sin quebrar la taza que prometía su forma
al café, la tibieza que entraba en oleadas
como los dedos de una bailarina que te roza al pasar
y deja a la ventana hablando sola?
                                                      El año envejeció justo en la fecha,
justo en agosto dejó caer sus bellas canas sobre los ciruelos.
Entonces la soledad no es precisamente lo que pensábamos,
no lo es, en absoluto. El poema es el testigo del absoluto.
En lugar de tu mano aparece un pájaro recién despojado
de su corteza. Un pequeño chercán por ejemplo,
que la lluvia ha desvestido de su espuma de muerte
para que cante y viva, como un homenaje a lo que te propongo
denominar muy secretamente el bautismo de la hojarasca.
Y que todo lo referente al vacío sea la disolución,
que del durazno quede solamente el cuesco ensangrentado,
que quede solamente una letra, una A es bastante,
para llegar a un acuerdo con el azar que recorre las bibliotecas
detrás de lo que allí permaneció de nosotros
como prueba irrefutable del milagro, la mano de agua,
el día que renace del centro de la habitación
sin que se nos prohíba tocar nuestras ideas acerca de la carencia total,
como se le prohíbe a la golondrina tocar su negro sol de presentimientos
y alejarse hacia los ojos de los adolescentes.

                                                                     Entonces
la soledad no es precisamente lo que pensábamos,
no lo es, en absoluto. Y los ciruelos imaginan el lugar
donde este poema llega a su fin diciendo caliente lejanía.
Sería una bella ilusión, pero no tan bella
como esta mi única certeza: un sueño, te dije, un sueño que tuve,
un sol en la habitación, el mismo tal vez
que ahora quiere pasar entre tus labios y los míos,
para oír la promesa del amanecer, el zarpazo de la abundancia.

 

[Leonardo Sanhueza]

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