Cielos sobre Berlín

Francisco Jarauta


El otoño de Berlín es lento. Kleist recordaba cómo sólo en Berlín la sinfonía de los rojos se precipitaba de pronto, impasible, sobre el mar de brumas grises que anunciaba ya el frío. Atrás quedaban las tardes de amarillos mil, los rojos luminosos y cárdenos, los tilos y brezos oxidados que desde el Tiergarten a Grunewald guardaban la memoria del tiempo y la irrecuperable presencia de la luz. Una luz que, para Kleist, dibujaba las estaciones y el devenir de las cosas.

Recuerdo mi primera visita a Berlín, un otoño hace ya treinta años. Un viaje en tren, siguiendo el corredor de Braunschweig entre las sombras del siglo. Una ansiedad que hallaba su puerto en los andenes de la Zoo Bahnhof y después en una pensión de la Fasanenstrasse, como las que frecuentaban los viajeros de los años veinte. De aquellos días, además de los mapas primeros que siempre guiaron mis ulteriores viajes, quedan algunos recuerdos indelebles: el Moses und Aaron, una obra que podría ser considerada como imposible e irrealizable, dirigida por Hermann Scherchen; una Mutter Courage en el Berliner Ensemble con Helene Weigel, Ernst Busch, Wolf Kaiser entre otros; y el primer encuentro con nombres como Nolde y Beckmann, Kirchner y Macke, Dix y Schad, que aparecían como el rostro de una historia detenida o silenciada por un innombrable destino. Una historia que se hacía violentamente presente tan pronto atravesabas la Friedrichstrasse, frontera más que calle entre dos mundos.

Pasaron los años y con ellos la agenda de viajes y residencia se multiplicaron. La memoria de Berlín está hecha de tiempos y distancias, unidas por una fiel necesidad de reencuentros, como este último de noviembre. Habían pasado diez años de aquel histórico 9 de noviembre de 1989 cuando las fronteras que dividían la ciudad saltaron por los aires, dando paso a unos y a otros, reconociéndose en la fiesta que sólo la libertad posibilita. Aquello fue sólo el inicio. Los tiempos se precipitaron y nadie podía imaginar que la historia del siglo XX iba a tener un desenlace tan acelerado y definitivo. Berlín se convertirá en el meridiano del proceso; por él pasarán las decisiones, las estrategias. Y tras la unificación de las dos Alemanias volverá a ser la capital de la República, clausurando así cuarenta largos años de extraña división.

Esta tarde de noviembre se cumplen diez años de aquellos acontecimientos. Hay muchas formas de recordarlos. Una, entre otras, podría ser asomarse a la ciudad desde la terraza de la Info Box de la Potsdamer Platz. El bosque de grúas ha ido desapareciendo, dando lugar a los nuevos edificios, ordenados bajo el proyecto global de Renzo Piano. Pero no es lo que más me atrae, por fascinante que resulte la idea de inventar y construir un Berlín nuevo y moderno. Porque moderno era también el Berlín de los años veinte, aquellos años en los que la ciudad se había convertido, tras la Gran Guerra, en el centro de la cultura europea, de los experimentos políticos, y, en definitiva, de las grandes apuestas políticas, estéticas, culturales. Ahora, como si se tratase de una imagen superpuesta, viene a la memoria, dibujándose sobre el cielo de grúas y nuevos edificios, aquella otra imagen de la Potsdamer Platz, verdadero carrefour de la ciudad, cruce de tranvías y paseantes, de tráfico inmenso, detenido apenas en los cafés y cabarés que Kirchner pintara, una especie de público flâneur a la caza del instante en una década que había acelerado su tempo. Quizá extraviados por los soportales de la plaza pudiéramos todavía ver a los Franz Biberkopf de Alfred Döblin, al joven Brecht con el cigarro en los labios y la cazadora de cuero o a Mr. Norris de Christopher Isherwood en zapatillas de color lavanda. Eran, entre otros, los sujetos de una época que había inventado una forma expresionista de vivir y pensar, y que ante el desastre de la Gran Guerra derivaban hacia la búsqueda de una sociedad distinta, ajena a las estructuras heredadas de la unificación bismarckiana. Años de incertidumbres acumuladas y de generosos experimentos. La Berlín de los años veinte fue el verdadero laboratorio de una nueva cultura. Y si, por una parte, en una de las taquillas de la Zoo Bahnhof permaneció colgado años seguidos, cuenta Walter Benjamin, el letrero de "No hay billetes para el tren de Moscú" -tal era la curiosidad y entusiasmo que había despertado la Revolución de Octubre-; por otra, el proyecto de una nueva República pasaba a ser el proyecto más urgente con el que hacer frente al futuro político.

A nadie escapa hoy que la República de Weimar constituye el punto de encuentro y desencuentro de todas las contradicciones de la cultura alemana, y escribir su historia equivale a proponer una interpretación de la historia del Estado-nación alemán, interpretación no tan intempestiva ahora cuando la reunificación es un hecho. Un amplio debate historiográfico ha insistido en la reconstrucción de una historia, que de alguna forma podría iluminar la historia reciente, pero éste no es ahora nuestro interés. Lo que sí resulta central es la tensión que recorre por igual política y arte, experimento y proyecto a lo largo de aquella década. Son los años de La montaña mágica, de Thomas Mann, y de Metrópolis, de Fritz Lang, de la Ópera de cuatro peniques, de Brecht, del teatro político de Piscator y de las puestas en escena de Pirandello por Max Reinhardt; como también la del estreno del Wozzeck de Alban Berg en la Staatsoper bajo la dirección de Erich Kleiber, o el final del segundo acto del Moses und Aaron. Y sin contar el entusiasmo de los amigos de Gropius, atentos a redefinir la cultura del proyecto, llámese ciudad o fábrica, casa o mesa. Son años de contradicciones profundas, en la frontera de lo deseado y pensado y lo imposible. Ahí están las grandes caricaturas de Otto Dix y George Grosz, las memorias de Benn o la poesía de Tucholsky. Tras ellas se descubre la mueca irónica de quien sabe que la historia puede repetirse y que los fantasmas que la anuncian ya andan libres.

De aquella historia que un día recorría los aledaños de la Potsdamer Platz sólo quedaba un inmenso erial. Todo había quedado destruido, sobreviviendo apenas las ruinas de la ciudad más vital de Europa. Cuando se habla del nuevo Berlín con el entusiasmo ingenuo de quien ama las novedades, se olvida precisamente este aspecto dramático de su historia. Si algo fascina de Berlín es ver aquí y allá, una y otra vez, las heridas de su historia. Ninguna ciudad como Berlín tiene esta competencia a la hora de mostrar qué fue el siglo XX, una historia cruzada de proyectos y fracasos, de sueños y búsquedas. Y posiblemente sea esta terraza de la Info Box de la Potsdamer Platz el lugar privilegiado para asomarse a la historia de Berlín, que por tantas razones es también historia de Europa.

La bruma de la tarde de noviembre vuelve a abrazar las sombras de la ciudad, sin distinguir ahora viejos restos y arquitecturas nuevas. Los tonos rojos del otoño de Kleist se han desvanecido y una húmeda línea recorre el horizonte. Son los cielos de Berlín que dijera Wim Wenders. Esta tarde, sin ángeles que los cuiden, y como si se tratase de un desafío a cualquier memoria histórica, sólo se perciben, como poderosos tótemes de la ciudad, dos cúpulas: la del Reichstag y la de la Alte Synagoge. La luz fría de la primera recrea en la distancia el aura de una historia reconstruida. La segunda, con sus formas orientales y sus oros bizantinos, aproxima y hace presente una memoria por tantas razones dolorosa. Pero juntas constituyen esta tarde los lugares simbólicos en los que el tiempo se detiene. Así ha sido la historia. La poderosa cúpula de Foster, construida sobre el que fue el primer Parlamento alemán, quiere hacer evidente un nuevo poder. La Alte Synagoge contiene las voces de errancias imposibles. Desde ninguna otra ciudad se oye y siente el Este europeo como desde Berlín, y no sólo por la relación con el shtetl oriental, del que hablara Canetti, sino también por la vecindad de lo eslavo y de su imaginario cultural. Si sobre algo se puede pensar Berlín como centro de Europa es justamente sobre la base de esta equidistancia. La misma lejanía media entre Moscú y Berlín, que entre Berlín y Lisboa. Una distancia que puede reconocerse sólo si se sabe que las fronteras se han construido sobre la base de victorias y derrotas.

Quizá sea ésta la dificultad mayor para ser hoy berlinés y posiblemente también alemán. ¿Qué hacer con la memoria? ¿Restaurarla o huir de ella? ¿Cancelar un pasado o neutralizarlo al paso que se vislumbra un nuevo horizonte? No es fácil resolver esta situación. Al final de Duell Traktor Fatzer, dirigida por Heiner Müller en el Berliner Ensemble, uno de los actores confiesa: "Ahora que ya no es posible la Revolución ya no hay vencedores ni vencidos, todos somos vencidos". De lo que se trata, cuando de la historia se habla, ya no es de fijar el límite de los errores, sino la fuerza de las esperanzas y éstas habían fracasado. ¿Qué hacer entonces con la memoria? En noviembre de 1989, Heiner Müller trabajaba como un poseso en su inmenso proyecto sobre Hamlet (Hamlet/Maschine). Le invade una especie de bloqueo, descrito en su poema Mommsens Block. En él cuenta cómo el historiador Mommsen no consigue terminar el tomo cuarto de su Historia de Roma, quemándosele la casa con todos los manuscritos. El incendio de la casa de Mommsen hacía imposible la narración de la historia de Roma, como otros incendios volvían a dificultar el relato de una historia más reciente.

Si esta historia no puede ser contada, tampoco puede ser borrada. Recientemente, Günter Grass anotaba que una buena parte de la literatura que él podía escribir surgía de las pérdidas y quizá también de las ausencias. Sería como contar aquel tiempo que ya no es, desde la sombra o la huella de su desaparición. Una escritura, literatura o filosofía, lejana de explicaciones innecesarias y atenta al rumor secreto del tiempo. ¿No será esta situación el lugar en el que se muestre la nueva mirada? No hace mucho, Wolf Lepenies recordaba, citando a François Furet, que los alemanes, después de los rusos, eran el segundo gran pueblo europeo incapaz de dar sentido a su siglo XX y por lo tanto a toda su historia. Una dificultad que ya Walter Benjamin había anotado en su Diario de Moscú a propósito de los derroteros de la Revolución. Pero quizá ahora haya llegado el tiempo de pensar y construir una historia que abrace los extremos de Europa y los reúna. Sobre las paredes en ruinas del Tacheles berlinés alguien ha escrito Wo ist captain Nemo? (¿Dónde está el capitán Nemo?). Y en el film de Wenders, el ángel que observa la ciudad desde la cúspide rota de la Gedächtniskirche, cuando desciende hasta las calles de la ciudad es sólo para decir un fraterno Guten Morgen!

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