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La primera vez que el poeta arribó a Venecia fue en un
día de invierno, frío, brumoso y en el crepúsculo.
Durante el largo trayecto del 'vaporetto', recorriendo el
gran canal de punta a cabo, desde la estación de
ferrocarril hasta San Marcos, la noche transformó el
agua en una humeante lámina negra, extrañamente imbuida
de un silencio aún más subrayado por el ronroneo del
motor, el chapoteo en las orillas y el ronco quejido de
alguna bocina. Las luces amarillas cruzando la oscura
niebla como exhalaciones quiméricas y el penetrante olor
gélido de las algas fueron aumentando la sensación de
irrealidad del poeta, que pronto se dejó ganar por la
melancolía.
Según como el poeta, Joseph
Brodsky (1940-1996), lo describió, en un pequeño ensayo
inolvidable, titulado 'Fondamenta degli Incurabili'
(1989), este lento trayecto nocturno en el 'vaporetto'
era como el paisaje de un pensamiento coherente a través
del subconsciente, donde la oscuridad, la bruma, el
inestable suelo de la embarcación de retardada deriva,
todo, finalmente, remitía a una meditación sobre el
agua, sin duda, el elemento primordial de Venecia. Pero,
para Brodsky, la acuidad del agua no era allí sólo una
obviedad física, sino también el resultado de que
"en esta ciudad el ojo adquiere una autonomía
parecida a la de la lágrima", con la única
diferencia de que ésta no se separa del cuerpo, sino que
lo subordina completamente.
Pensaba yo en ello al
contemplar, en la Galería de la Academia, la
escalofriante 'Pietà', que pintó el último Tiziano,
con su marmórea arquitectura blanca atravesada por la
diagonal de dolor del grupo de figuras que acompañan al
Cristo yacente, y, sobre todo, con sus extraños colores
como de agua. En el centro, al pie de la dorada
hornacina, el azul intenso de la túnica de la Virgen; a
un lado, el verde oliva azafranado de la mujer que grita;
en el otro, el rosa fucsia, veteado de luz, del hombre
que se agacha. Agrios colores del llanto y de la
desesperación, cierto, pero también los que convierten
el estremecido cuerpo del contemplador en algo
subordinado al ojo.
He aquí la función, según
Brodsky, de Venecia, que permanece estática mientras
nosotros nos movemos. La aprendemos gracias al agua en la
que flota y, también, a la lágrima que nos permite ver,
"porque nosotros marchamos" concluye el poeta
"y la belleza permanece. Porque nosotros nos
dirigimos hacia el futuro mientras la belleza es el
eterno presente. La lágrima es una regresión, un
homenaje del futuro al pasado". En cualquier caso,
la belleza sobrevive al hombre; la lágrima, al que
llora; el amor, al que ama.
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