[Pier Paolo Pasolini]

 

 

L’alba meridionale

 

El alba meridional

El alba meridional

L’aube méridionale

 

 

 

L’alba meridionale


Camminavo nei dintorni dell’albergo – era sera –

e quattro o cinque ragazzetti comparvero,

nella pelle di tigre dei prati, senza

una rupe, un buco, un po’di vegetazione

dove ripararsi da eventuali spari: ché

Israele era lì, sulla stessa pelle di tigre,

cosparsa di case di cemento e vani

muretti, come in ogni periferia.

 

Li raggiunsi, in quell’assurdo punto,

lontano dalla strada, dall’albergo,

dal confine. Fu un’ennesima amicizia,

una di quelle che durando una sera,

straziano poi tutta la vita. Essi,

i diseredati, e, per di più, figli

(che, dei diseredati hanno il sapere

del male – il furto, la rapina, la menzogna –

e, dei figli, l’ingenua idealità

del sentirsi consacrare al mondo),

essi, ebbero subito la vecchia luce d’amore

– come gratitudine – nel fondo degli occhi.

 

E, parlando, parlando, finché

scese la notte (e già uno mi abbracciava,

dicendo ora che mi odiava, ora che no,

mi amava, mi amava), seppi, di loro, ogni cosa,

ogni semplice cosa. Questi erano gli dei,

o figli di dei, che misteriosamente sparavano,

per un odio che li avrebbe spinti giù dai monti di Creta,

come sposi assetati di sangue, sui Kibutz invasori

sull’altra metà di Gerusalemme…

 

Questi straccioni, che vanno a dormire, ora,

all’aperto, in fondo a un prato di periferia.

Coi loro fratelli maggiori, soldati

armati di un vecchio fucile e di due baffi

di mercenari rassegnati a vecchie morti.

 

Questi sono i Giordani terrore di Israele,

questi che davanti a me piangono

l’antico dolore dei profughi. Uno di essi,

deputato all’odio, già quasi borghese (al moralismo

ricattatore, al nazionalismo che sbianca di furore

nevrotico) mi canta il vecchio ritornello

imparato dalla sua radio, dai suoi re –

un altro, nei suoi stracci, ascolta assentendo,

mentre, come un cucciolo, si stringe a me,

non provando altro, nel prato di confine,

nel deserto giordano, nel mondo,

che un misero sentimento di amore.

 

Da Poesia in Forma di Rosa in Bestemmia. Tutte le poesie I

 

 

El alba meridional

 

Caminaba por los alrededores del hotel —era de tarde—

y aparecieron cuatro o cinco muchachos,

con piel de tigre de los prados, sin

una peña, un hoyo, un poco de vegetación

donde refugiarse de eventuales disparos: pues

Israel estaba allí, en la misma piel de tigre,

sembrada de casas de cemento e inútiles

muros, como en cualquier periferia.

Me uní a ellos, en aquel punto absurdo,

lejos de la calle, del hotel,

del confín. Fue una de tantas amistades,

una de esas que durando una tarde

te torturan después durante el resto de tu vida. Ellos,

los desheredados y, más aún, hijos

(que de desheredados tienen el conocimiento

del mal —el hurto, la rapiña, la mentira—

y, de hijos, el ingenuo idealismo

de sentirse consagrados al mundo),

ellos, mostraron enseguida la vieja luz de amor

como gratitud— en el fondo de sus ojos.

Y, hablando, hablando, hasta que

cayó la noche (y uno ya me abrazaba,

diciendo, ora que me odiaba, ora que no,

me amaba, me amaba) lo supe todo de ellos,

cada mínima cosa. Eran dioses

o hijos de dioses que misteriosamente disparaban

a causa de un odio que les había expulsado de los montes de Creta,

como esposos sedientos de sangre sobre los Kibutz invasores

en el otro lado de Jerusalén…

Estos zarrapastrosos que ahora duermen al aire libre

en el fondo de un prado de la periferia.

Con sus hermanos mayores, soldados

armados de un viejo fusil y dos mostachos

de mercenarios resignados a viejas muertes.

Estos son los Jordanos, terror de Israel,

estos que frente a mí lloran

el antiguo dolor de los prófugos. Uno de ellos,

destinado al odio, ya casi burgués (al moralismo

chantajista, al nacionalismo que blanquea con furor

neurótico), me canta el viejo estribillo

aprendido de su radio, de sus reyes.

Otro, harapiento, escucha y asiente,

mientras, como un cachorro, se aprieta contra mí,

sin mostrar otra cosa, en el prado de las afueras,

en el desierto jordano, en el mundo,

que un mísero sentimiento de amor.

 

La religión de mi tiempo. Pier Paolo Pasolini. Trad. Martín López-Vega. Nórdica. Madrid, 2015.

 

 

 

El alba meridional

 

Paseaba por los alrededores del hotel —era ya tarde—

y aparecieron cuatro o cinco mozalbetes,

en la piel estriada de los prados, sin

una sola roca, un agujero, algún matorral

donde esconderse de eventuales disparos. Cuánto

Israel había allí, sobre la extendida piel de tigre,

salpicada de casas de cemento y vanos

pretiles, como en cualquier suburbio.

Llegué hasta ellos, en ese absurdo punto,

lejos de la carretera, del hotel,

del límite. Fue una enésima amistad,

una de esas que, durando una sola noche,

duelen después la vida entera. Ellos,

los desheredados y, además, hijos

(que de los desheredados poseen el saber

del mal —el robo, la rapiña, la mentira—

y de los hijos la ingenua idealidad

del sentirse consagrar al mundo),

ellos, vieron de seguida la vieja luz del amor

como gratitud— en el fondo de los ojos.

Y, hablamos y hablamos, hasta que

Cerró la noche (y uno de ellos me abrazaba,

Diciendo unas veces que me odiaba, otras que no,

que me amaba, que me amaba) de ellos lo supe todo,

absolutamente todo. Eran los dioses

o hijos de los dioses que misteriosamente disparaban,

por un odio que les empujaría desde los montes de arcilla,

como esposos sedientos de sangre, a los kibutz invasores

sobre la otra mitad de Jerusalén…

Estos andrajosos que ahora se van a dormir

al aire libre, en un descampado de la periferia.

Con sus hermanos mayores, soldados

armados de un viejo fusil y unos bigotes

de mercenario resignado a viejas muertes.

Estos son los Jordanos, terror de Israel,

estos que lloran delante de mí

el viejo dolor de los prófugos. Uno de ellos,

diputado por el odio, ya casi burgués (por su  moralismo

chantajista, por el nacionalismo que le congestiona

de furor neurótico), me canta el viejo estribillo

aprendido en la radio de sus reyes.

Otro en sus andrajos, escucha y asiente,

Mientras que, como un cachorro, se me aprieta,

sin otra sensación, en el prado suburbial,

en el desierto palestino, en el mundo,

que un mísero sentimiento de amor.

 

Poesía en forma de rosa, traducción de Juan Antonio Méndez, Visor, 1982

 

 

 

L’aube méridionale

 

Je marchais non loin de l’hôtel – c’était le soir –

et quatre ou cinq gamins apparurent,

sur la peau de tigre des prés, sans

une roche, un trou, sans une touffe d’herbe

pour se mettre à l’abri d’éventuels coups de feu : car

Israël était là, sur cette même peau de tigre,

semée de maisons de ciment, et d’inutiles

murettes, comme on en trouve en chaque faubourg.

Je me joignis à eux, en cet endroit absurde,

loin de la route, de l’hôtel,

de la frontière. Ce fut une amitié de plus,

de celles qui ne durent qu’un soir,

et déchirent pendant toute une vie. Eux,

ces déshérités, qui de surcroît sont des enfants

(et qui ont, des déshérités, la science

du mal – le vol, les rapines, la tricherie –

et, enfants, le naïf idéalisme

de se sentir consacrés au monde),

ils eurent aussitôt l’antique lueur d’amour

– telle une gratitude – au fond de leurs yeux.

Et, parlant, parlant, jusqu’à ce que tombe

la nuit (et déjà l’un d’eux m’embrassait,

disant tantôt qu’il me haïssait, tantôt que non,

qu’il m’aimait, qu’il m’aimait), je sus tout sur eux,

je sus tout, simplement. C’étaient là des dieux,

ou les fils de dieux, qui mystérieusement tiraient,

avec une haine qui les aurait poussés à fondre, des monts de craie,

tels des époux assoiffés de sang, sur les Kibboutz envahisseurs,

de l’autre côté de Jérusalem…

Ces gueux, qui s’en vont dormir maintenant,

sans abri, au fond de quelque pré de faubourg.

avec leurs frères aînés, soldats

armés d’un vieux fusil et d’une paire de moustaches

en mercenaires résignés depuis toujours à mourir.

Ce sont les Jordaniens, terreur d’Israël,

ceux-là qui, face à moi, pleurent

l’antique douleur des proscrits. L’un d’eux,

délégué à la haine, déjà presque bourgeois (avec son chantage

moralisateur, son nationalisme qui blanchit d’une fureur

de névrose) me chante la vieille ritournelle

que lui serinent, à la radio, ses rois –

un autre, en haillons, écoute en approuvant,

tout en se blottissant, comme un chiot, contre moi,

sans rien éprouver en ce pré de frontière,

dans le désert jordanien, dans le monde,

qu’un misérable sentiment d’amour !

 

[Traduit de l’italien par José Guidi]

 

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