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Todas las tardes me
dedico a deambular por esta bella ciudad de mierda
sin mayor orden ni concierto que recoger tickets de lavandería del suelo,
y contar toda la chatarra que consigo a mis pies
desagües, ancianos, naranjas,
adolescentes narcotizados,
talleres mecánicos, dientes cariados, ojos eléctricos,
ex boxeadores orinando la fachada de las iglesias
vendedores de fritangas y fresas oscuras
recitales de poesía en idiomas imprevistos
niñas líquidas que exhiben su ombligo de cristal
donde yo juego a encajar una esfera que no es el amor
ni siquiera el sexo, ni una uña de tigre de Siberia,
tropiezo con buhoneros, pensiones de mala muerte, perros rojos
de tanto ladrar
y corbatas dignas de un incendio
consigo hombres escarbando en la basura
buscando la última edición de la Biblia,
el mejor libro de autoayuda que ha escrito alguien
así gritan los pregoneros, así piensan los políticos en mitad de la orgía.
Esta ciudad es un concierto de rock
un desfile de largas piernas turbias con el nombre de la mujer que amo
un aguacero de putas viejas y mandarinas
un chirrido de crack en los pulmones.
Yo escupo sobre el plexo solar de esta calle
amanezco abrazado a los bomberos de mi urbanización
celebro mi hastío en los parques
los restos de alcohol que brillan en el suelo
el delirio de los vagabundos a las dos de la tarde
tus pechos que marean a un ascensor de hombres desesperados
mientras Dios golpea impaciente un teléfono público
y no puede comunicarse con los dueños de esta ciudad
¿quién presta un celular, quien atiende su voz, su reclamo,
su grito de almanaque olvidado?.
Por las tuberías circula el pensamiento unánime de todos aquellos
que se lavan la cara y ríen y duermen en esta bella ciudad de mierda
y yo hundo mi rostro en este valle
y voy con mi mosca amaestrada sobre el hombro
con mi aspecto de peatón bautizado en aceite de luna
flotando como una factura de hotel sobre charcos del pavimento
donde un ejército de vendedores de ropa interior
y postales de la última navidad
gritan el precio de sus vidas desperdiciadas
y los minoristas de bluejeans proclaman el limbo de su miseria
en sus propios huesos zurdos
y los astrólogos de supermercado, los porteros de los bares,
los jefes civiles de la soledad
repiten la vieja canción de los crepúsculos
y la ciudad entera se derrumba
con la dulzura de los orgasmos caraqueños.
[Leonardo
Padrón (Caracas, 1959-)]
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