Saint Scholastica
Ahora observo la rosa desde la ventana en el cuarto de la rectoría: el
daguerrotipo viejo lee mi memoria. Duermo aquí, detrás del árbol que cuidan las
hermanas, en medio de las flores que me dicen de su sombra y su delicia. Los
frailes sin zapatos levitan sobre los arces. En la rectoría se detiene el
tiempo, y cada noche presiento con lentitud la soledad de los otros. Ahora el
sol y el agua inundan los techos: por estos lares el clima se enciende furioso o
se apaga lentamente sin prevenirte. No hay vacío pero sí una desesperación dulce
que suele traer la duda y la espera de la nieve. Deberé seguir enseñando,
borrando la pizarra, y mirando aquéllos ojos ávidos llenos de rosas. Aún así,
mis dedos trazan este cielo tan azul y el agua que respira en cada árbol, como
si la vida de pendiera del movimiento de las ramas, o de la brisa de un sauce.
Uno espera las señales del viento, mientras el tigre se lanza contra las llamas
de la mañana. No quiero que esto sea un himno al desierto ni una plegaria del
que duerme en la rectoría y desayuna todas las mañanas con las niñas del coro. Y
aunque quisiese, no podría olvidar sus voces frescas gritándome en los
corredores, esperando la poesía del tiempo inscribirse en la pizarra verde.
La luz del sol entra por todas las paredes de mi claustro, y las rodillas
redondas son la memoria de la otra ciudad que ventilaba mis fracasos y mis
sueños. Este cañón me trae el sosiego del cielo que me escribe, porque aquí se
descuelga el árbol y las calles siempre están vacías de todo.