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Al entrar escuché un
rugido profundo,
áspero como sólo puede serlo
el de una bestia bronca y derrotada.
Apenas atendí, y me acerqué inconsciente
al estanque cercado donde dormita el ánade,
donde inventa equilibrios sobre un pie
el vertical flamenco,
como un monje vestido de llamas y nieve.
Yo sonreía viendo al panda rojo
subir ociosamente al tronco fácil
de una alta acacia, cuando,
otra vez, el rugido lanzó al aire
su velo transparente de gravedad y queja,
y ponía en la tarde una luz trágica
y a la vez tenue, impropia, inaccesible.
No quise ver al oso, ni al gorila,
ni le di de comer al papagayo;
no me importó la cebra, ni tampoco
el gris rinoceronte, ese ser mineral.
Me puse ante la jaula de mi presentimiento,
la del felino de oro, la del rayado dios.
Rozaba los barrotes mientras iba y venía
con un gesto distante, tan abismado y ciego
como su propio grito.
Comprendí que aquel tigre
No habitaba en mi mente, que aquel jardín extraño
albergaba criaturas
arrancadas de nuestro pensamiento.
Por eso su dolor, por eso su desgana
profundísima y áspera.
Ante mí se movía no el animal esquivo
de la selva o la taiga, sino el amargo tigre
que se ve, el tigre no pensado, el tigre
que no caza en los sueños. Oh sucia humillación
de no vivir oculto.
Salí a la tarde abstracta, al mundo donde todo
luce un disfraz de símbolo tranquilo.
[Antonio Cabrera., En la estación perpetua
Visor. Madrid 2000] |
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