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este cuerpo
que existe sin palabras.
la sucesión de imágenes,
el juego de la noche
transforma en transparencia su
inerte opacidad.
descubrir así, por estancias irreconocibles, la muerte del castor (un rodar de marfiles)
sobre desnudos hielos que
le desvanecen.
lagos que habita el tigre, su
incendiado
volumen. rasga, excede
esta costra que el tiempo
deposita junto a los objetos
en la triste cabaña,
en este desierto abandonado
de la lluvia.
preludios para un crimen:
la absorción de las alas,
el cuerpo enajenado que
se desmorona
en avenidas donde
penetrar una memoria hendida
por el mármol.
[El cuerpo
fragmentario.
Fernando Torres, València 1978]
Δ
Monólogos
I
La vaga lámpara que lo derrota con
su parpadeo asoma como red, no entiende
que la fatiga súbita suceda,
que
el cuerpo salga ileso, que florezca sobre
su repentina desaparición, vuela por todos
lados, entre el bullicio,
crece, se renueva, sin
dudar penetra por las galerías.
Dice, mis ojos brillarán por ti.
II
Ella no dice, en vano vienes hasta
mí, donde yo no estoy, mi ceguera es su
propio reflejo, el sol absorbe, dice
a quien lo mira, invéntame,
no sean
aire tus brazos que mi doble enlazan
en esta cavidad de borradores,
de
incendios que no arden,
que se atoran, sin
reconocer mi sombra a su medida.
III
Cruza por ojos
adversarios, y
yace en su propio cuerpo, es medianoche y los
copiosos tigres de la muerte estallan
tan silenciosamente que ni se dirían
tigres, sólo un rumor repleto
de miradas, de
violencia ciega, reconoce el júbilo
cuando su misma boca palidece
hecha palabras, voluntad, olvido.
Dice, quizá no adviertan mi silencio.
IV
La carne vuelve siempre, sobre sus palabras, en
la combustión que la sostiene,
los fantasmas o
un montón de hojas secas, que terminan, que
llueven su luz lasciva en el espejo, «dame
ese improbable infierno donde no me
perteneces, amor», y sin
embargo.
V
«¿Qué es el amor? Lo sé si no me lo
preguntan, si me lo preguntan, no
lo sé.» Quietos, al fin,
dan vueltas, caminando
junto al alba desnuda,
por unas piernas rápidas de
luz, claridad incierta, hambre de cielo, imagen sobre la
terraza, sin volumen, al calor de su
furia, no duermen, la pasión se aplaca, cómo
la muerte embiste, ya no hay fuego,
con
voz indecisa, con exasperación
cambia de rumbo, dice
«buscas las líneas entre
los silencios, yo
buscaba sólo los silencios», dice
«el sol se pone cuando
nos tocamos».
[Cantos rodados (Antología poética, 1960-2001) Cátedra, Madrid, 2002 ]
Δ
Homenaje en espejo
(30 años después)
A Antonio Carvajal
Otros son los horrores,
no la vida.
A.C.
Pasó tu primavera y mi verano
pasó también como una amanecida
inconcreción. Son cosas
que la vida
nos arroja a la espalda
con el sano
fulgor de un tiempo sin doblez. En vano
miro hacia atrás. La luz de una perdida
estrella marca el rumbo. Al fondo, erguida,
la edad nos hace señas con la mano.
Recuerdo tu esperanza en
un futuro
mejor (la otra pasión que compartimos)
y mi niñez, ingenua y sin final.
Todo ha cambiado, es cierto, pero el puro
goce de ser persiste. Aún lo sentimos.
¿o me equivoco, Antonio Carvajal?
Líbrenos el poema de ese
mal
de la nostalgia, Antonio. Que morimos
lo hemos sabido siempre.
En el oscuro
ángulo del salón, el lagrimal
del alba nos extiende, si dormimos,
el cobertor de un sueño prematuro.
¿Te acuerdas de mi barrio?
En él, ufano,
jugaba con el tiempo una
partida,
seguro de vencer. ¡Qué hermosa herida
querer tocar el cielo con
la mano!
No me importó alejarme:
me hizo humano.
Aprendí que hay horror, y
también vida,
ese otro tigre de la edad vencida
en el jardín, tan nuestro,
del verano.
[Cantos rodados (Antología poética, 1960-2001) Cátedra, Madrid]
Δ
Teseo o la metempsicosis
La
araña destruye los pasillos de su laberinto por simple digestión. Un
laberinto pacientemente construido por propia voluntad en el tiempo del ocio.
Imperceptible red para su disfrute y supervivencia.
En un principio eran
objetos de las especies más diferenciadas. Se aproximaba hasta ellos con un
gesto de falsa amabilidad. Las patas, conscientes de su poder disuasorio,
ocultaban por momentos su inclinación a la mordaza. Así su abrazo fingía ser
la caricia propiciatoria con que se ha
de recibirse al huésped repentino. Y su
boca, sobre todo su boca. Cuánta dulzura incomprensible entre las
comisuras de los labios, cuánto fraseo adormecedor, en tanto el metálico
brillo de los ojos explicitaba un profundo deseo de succión.
Ya no quedan objetos. Sólo
la extensa, imperceptible red en el espacio vacío de la habitación. Aunque
cabría hablar de unos hilos sin
proliferación posible, de un entramado
laberíntico cuyo radio de acción se acerca peligrosamente a su principio, que
es a un tiempo su fin.
La araña es ahora como
una pequeña bolsa negra colgando de
una grieta en el techo. Parece ovalada y se le nota profundamente
enflaquecida. La sombra de sus
cuernecillos sobre el blanco desvaído de la cal le confiere un aspecto
fantasmagórico. Recuerda una diminuta gota de aceite. Una gota que crece y
crece en espesor hasta alcanzar el límite de su estabilidad. Pero la araña no
cae. Sus patas son largas. Incluso diríase que esbeltas. Pero, aunque perdida
su amenazante fuerza de antaño le fallan peligrosamente, la araña no cae. Los
artejos aprisionan entonces una cuadrícula que pende con flaccidez a pocos
centímetros y ávidamente la deglute.
Atraída hacia abajo por el
peso de invisibles halteras, hasta la misma superficie de la noche empieza a
abrirse bajo sus pies.
Una araña jamás se
inquieta por nada. Ni la esbeltez de un ciervo ni la soberbia del tigre le
han preocupado nunca, ni han llamado nunca su atención. Tampoco la ferocidad
de la serpiente. Tal vez por eso el espectáculo prosigue sin que la araña
aporte otra cosa que su estupor.
[El
vuelo excede el ala (1962 – 1973), Fernando
Torres-Editor S. A., 1973]
Δ
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