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[Dámaso Alonso]

En el día de los difuntos
El alma era lo mismo que una ranita verde

En la sombra

 
El alma era lo mismo que una ranita verde

El alma era lo mismo
que una ranita verde,
largas horas sentada sobre el borde
de un rumoroso
Misisipí.
Desea el agua, y duda. La desea
porque es el elemento para que fue criada,
pero teme
el bramador empuje del caudal,
y, allá en lo oscuro, aún ignorar querría
aquel inmenso hervor
que la puede apartar (ya sin retorno,
hacia el azar sin nombre)
de la ribera dulce, de su costumbre antigua.
Y duda y duda y duda la pobre rana verde.

Y hacia el atardecer,
he aquí que, de pronto,
un estruendo creciente retumba derrumbándose,
y enfurecida salta el agua
sobre sus lindes,
y sube y salta
como si todo el valle fuera
un hontanar hirviente,
y crece y salta
en rompientes enormes,
donde se desmoronan
torres nevadas contra el huracán,
o ascienden, dilatándose
como gigantes flores que se abrieran al viento,
efímeros arcángeles de espuma.
Y sube, y salta, espuma, aire, bramido,
mientras a entrambos lados rueda o huye,
oruga sigilosa o tigre elástico
(fiera, en fin, con la comba del avance)
la lámina de plomo que el ancho valle oprime.

Oh, si llevó las casas, si desaraigó los troncos,
si casi horadó montes,
nadie pregunta por las ranas verdes...

... ¡Ay, Dios,
cómo me has arrastrado,
cómo me has desarraigado,
cómo me llevas
en tu invencible frenesí,
cómo me arrebataste
hacia tu amor!
Yo dudaba.
No, no dudo:
dame tu incógnita aventura,
tu inundación, tu océano,
tu final,
la tromba indefinida de tu mente,
dame tu nombre,
en ti.

                                         [Hijos de la ira. Espasa-Calpe, Madrid, 1958]

Δ

El día de los difuntos

¡Oh! ¡No sois profundidad de horror y sueño,
muertos diáfanos, muertos nítidos,
muertos inmortales,
cristalizadas permanencias
de una gloriosa materia diamantina!
¡Oh ideas fidelísimas
a vuestra identidad, vosotros, únicos seres
en quienes cada instante
no es una roja dentellada de tiburón,
un traidor zarpazo de tigre!

¡Ay, yo no soy,
yo no seré
hasta que sea
como vosotros, muertos!
Yo me muero, me muero a cada instante,
perdido de mí mismo,
ausente de mí mismo,
lejano de mí mismo,
cada vez más perdido, más lejano, más ausente.
¡Qué horrible viaje, qué pesadilla sin retorno!
A cada instante mi vida cruza un río,
un nuevo, inmenso río que se vierte
en la desnuda eternidad.
Yo mismo de mí mismo soy barquero,
y a cada instante mi barquero es otro.

¡No, no le conozco, no sé quién es aquél niño!
Ni sé siquiera si es un niño o una tenue llama de alcohol
sobre la que el sol y el viento baten.
Y le veo lejano, tan lejano, perdido en el bosque,
furtivamente perseguido por los chacales más carniceros
y por la loba de ojos saltones y pies sigilosos que lo ha de devorar por fin
entretenido con las lagartijas, con las mariposas,
tan lejano,
que siento por él una ternura paternal,
que salta por él mi corazón, de pronto,
como ahora cuando alguno de mis sobrinitos se inclina sobre el estanque de mi jardín,
porque sé que en el fondo, entre los peces de colores,
está la muerte.
(¿Me llaman? Alguien con una voz dulcísima me llama. ¿No ha pronunciado alguien mi nombre?
No es a ti, no es a ti. Es a aquel niño.
¡Dulce llamada que sonó, y ha muerto!)

Ni sé quién es aquel cruel, aquel monstruoso muchacho,
tendido de través en el umbral de las tabernas,
frenético en las madrugadas por las callejas de las prostitutas,
melancólico como una hiena triste,
pedante argumentista contra ti, mi gran Dios verdadero,
contra ti, que estabas haciendo subir en él la vida
con esa dulce, enardecida ceguedad
con que haces subir en la primavera la savia en los más tiernos arbolitos.

¿Oh, quitadme, alejadme esa pesadilla grotesca, esa broma soturna!
Sí, alejadme ese tristísimo pedagogo, más o menos ilustre,
ese ridículo y enlevitado señor,
subido sobre una tarima en la mañana de primavera,
con los dedos manchados de la más bella tiza,
ese monstruo, ese jayán pardo,
vesánico estrujador de cerebros juveniles,
dedicado a atornillar purulentos fonemas
en las augustas frentes imperforables
de adolescentes poetas, posados ante él, como estorninos en los alambres del telégrafo,
y en las mejillas en flor
de dulces muchachitas con fragancia de narciso,
como nubes rosadas
que leyeran a Pérez y Pérez.

Sí, son fantasmas. Fantasmas: polvo y aire.
No conozco a ese niño, ni a ese joven chacal, ni a ese triste pedagogo amarillento.
No los conozco. No sé quiénes son.

Y, ahora,
a los 45 años,
cuando este cuerpo y ame empieza a pesar
como un saco de hierba seca,
he aquí que de pronto
me he levantado del montón de las putrefacciones,
porque la mano de Dios me tocó,
porque me ha dicho que cantara:
por eso canto.

Pero, mañana, tal vez, esta noche
(¿cuándo, cuándo, Dios mío?)
he de volver a ser como era antes,
hoja seca, lata vacía, estéril excremento,
materia inerte, piedra rodada del atajo.
Y ya no veo a lo lejos de qué avenidas yertas,
por qué puentes perdidos entre la niebla rojiza,
camina un pobre viejo, un triste saco de hierba que ya empieza a pudrirse,
sosteniendo sobre sus hombros agobiados
la luz pálida de los más turbios atardeceres,
la luz ceniza de sus recuerdos como harapos en fermentación,
vacilante, azotado por la ventisca,
con el alma transida, triste, alborotada y húmeda como una bufanda gris que se lleva el viento.

Cuando pienso estas cosas,
cuando contemplo mi triste miseria de larva que aún vive,
me vuelvo a vosotros, criaturas perfectas, seres ungidos
por ese aceite suave,
de olor empalagosamente dulce, que es la muerte.
Ahora, en la tarde de este sedoso día
en que noviembre incendia mi jardín,
entre la calma, entre la seda lenta
de la amarilla luz filtrada,
luz cedida
por huidizo sol,
que el follaje amarillo
sublima hasta las glorias
del amarillo elemental primero
(cuando aún era un perfume la tristeza),
y en que el aire
es una piscina de amarilla tersura,
turbada sólo por la caída de alguna rara hoja
que en lentas espirales amarillas
augustamente
busca también el tibio seno
de la tierra, donde se ha de pudrir,
ahora, medito a solas con la amarilla luz,
y, ausente, miro tanto y tanto huerto
donde piadosamente os han sembrado
con esperanza de cosecha inmortal.
Hoy la enlutada fila, la fila interminable
de parientes, de amigos,
os lleva flores, os enciende candelicas.

Ah, por fin recuerdan que un día súbitamente el viento
golpeó enfurecido las ventanas de su casa,
que a veces, a altas horas en el camino
brillan entre los árboles ojos fosforescentes,
que nacen en sórdidas alcobas
niños ciclanes, de cinco brazos y con pezuñas de camella,
que hay un ocre terror en la médula de sus almas,
que al lado de sus vidas hay abiertos unos inmensos pozos, unos alucinantes vacíos,
y aquí vienen hoy a evocaros, a aplacaros.

¡Ah, por fin, por fin se han acordado de vosotros!
Ellos querrían haceros hoy vivir, haceros revivir en el recuerdo,
haceros participar de su charla, gozar de su merienda y combatir su bota.
(Ah, sí, y a veces cuelgan
del monumento de una "fealdad casi lúbrica",
la amarillenta foto de un señor,
bigote lacio, pantalones desplanchados, gran cadena colgante sobre el hinchado abdomen.)
Ellos querrían ayudaros, salvaros,
convertir en vida, en cambio, en flujo, vuestra helada mudez.
Ah, pero vosotros no podéis vivir, vosotros no vivís: vosotros sois.
Igual que Dios, que no vive, que es: igual que Dios.
Sólo allí donde hay muerte puede existir la vida,
oh, muertos inmortales.

Oh, nunca os pensaré, hermanos, padre, amigos, con nuestra carne humana, en nuestra diaria servidumbre,
en hálito o en afición semejantes
a las de vuestros tristes días de crisálidas.
No, no. Yo os pienso luces bellas, luceros,
fijas constelaciones
de un cielo inmenso donde cada minuto,
innumerables lucernas se iluminan.

Oh, bellas luces,
proyectad vuestra serena irradiación
sobre los tristes que vivimos.
Oh gloriosa luz, oh ilustre permanencia.
Oh inviolables mares sin tornado,
sin marea, sin dulce evaporación,
dentro de otro universal océano de la calma.
Oh virginales notas únicas, indefinidamente prolongadas, sin variación, sin aire, sin eco.
Oh ideas purísimas dentro de la mente invariable de Dios.

Ah, nosotros somos un horror de salas interiores en cavernas sin fin,
una agonía de enterrados que se despiertan a la media noche,
un fluir subterráneo, una pesadilla de agua negra por entre minas de carbón,
de triste agua, surcada por la más tórpidas lampreas,
nosotros somos un vaho de muerte,
un lúgubre concierto de lejanísimos cárabos, de agoreras zumayas, de los más secretos autillos.
Nosotros somos como horrendas ciudades que hubieran siempre vivido en black-out,
siempre desgarradas por los aullidos súbitos de las sirenas fatídicas.
Nosotros somos una masa fungácea y tentacular, que avanza en la tiniebla a horrendos tentones,
monstruosas, tristes, enlutadas amebas.

¡Oh, norma, oh cielo, oh rigor,
oh esplendor fijo!
¡Cante, pues, la jubilosa llama, canten el pífano y la tuba
vuestras epifanías cándidas,
presencias que alentáis mi esfuerzo amargo!
¡Canten, sí, canten,
vuestra gloria se ser!
                              Quede a nosotros
turbio vivir, terror nocturno,
angustia de las horas.

¡Canten, canten la trompa y el timbal!
Vosotros sois los despiertos, los díáfanos,
los fijos.
Nosotros somos un turbión de arena,
nosotros somos médanos en la playa,
que hacen rodar los vientos y las olas,
nosotros, sí, los que estamos cansados,
nosotros, sí, los que tenemos sueño.

                                                      [Hijos de la ira. Espasa-Calpe, Madrid, 1958]

Δ

En la sombra

Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en
el agua salobre.
    
Sí: me buscas.

Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
 indiferente y sordo.

Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.

                                                                      [Hijos de la ira. Espasa-Calpe, Madrid, 1958]

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