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[Luis Miguel Rabanal]
La apretada historia de Eliseo José Enrique González y Amelia Ortuoundo
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bajo la noche, acierta a pasar el Huidizo y su temblor desaparece. Una boca y un tigre que lo relata todo, por qué esta máscara ahora o sandez en el poema.
[Del libro inédito 65 máscaras]
In Memoriam Roli R. G.
Se escuchan pisadas en nuestro corazón y es un hombre que llega cansado y que se ofrece para cualquier apuro. A cambio de comida emborronará la infancia y desde un cuarto lóbrego, frente a un vaso de algo, nos contará historias de días ajenos e impasibles, igual que la ternura: un delito estremecedor o una vaga memoria que diga de personas que amamos y no están ya junto a nosotros para saberse singulares, un verano de felices fracturas de tobillo o un tigre que mordió la niebla para siempre. Sería preciso ahora recordar todo eso que narra la desolación como si fuera un eco oxidado y mustio que nos da su ánimo, que ve en nuestros ojos el privilegio inútil con que queremos volver a la casa vieja, allí donde se hace cruel el paso del tiempo caudaloso y hemos naufragado de veras tantas veces. Y al fin se marcha el hombre a picar a otras puertas, calcinadas también por la lluvia, abiertas de par en par para que nadie se adentre en el secreto. Éramos pequeños y se nos mostraba la envoltura, la azul apariencia de las cosas. Ningún misterio más que el no haberlo comprendido.
[1996, inédito]
Si acaso hubiera encontrado alguien la parte de verdad que corresponde a todo entusiasmo, al menos ese que subyace en el dolor como una espada colmada de herrumbre y con niños abrazados a su furia. Si cuando menos alguien tuviera para ti un momento de virtud, eclipsada por la abulia tal vez, sólo cuerpos que ofrecen deprisa su deseo y después se arrojan las inmensas toallas y lagartos muy tiernos. Presumiblemente entonces el tiempo nos remitiría cartas legibles con que desprestigiar el embuste de todo, es decir, el abandonado ámbito donde yaces desde la renuncia o los árboles secos, la melodía del adiós que arranca y termina de una sola dentellada del tigre que más amas. Ya casi todo ha sido dicho en tu descrédito. Y en cambio a tu rostro hoy le abandonan las sendas aún verdes del otoño y los lugares repletos de ahorcados, tan magníficos en su connivencia para recordar tiempos mejores, tan dados a retrasar el porvenir como las putas, o de nada se ha enterado el muy bruto y gilipollas. Ni siquiera comprendes que el final, el verdadero final, es esto: un paisaje arrancado de tus ojos, un niño que te mira y se parece a tu pequeño, un barco que en la Ría cumple con su oficio de perseverar en lo grotesco de la noche. La culpa de todo la tuvo el chachachá, sin duda. Quiero pensar que tú ya lo sabías, por lo menos la desazón que producen el arrepentimiento y la malaria y las mujeres pretenciosas, pues si no estaría dispuesto a dimitir de mi privilegiado mirador, mejor me callo, tú me conoces.
[1997, en Más palabras para olvidar]
La apretada historia de Eliseo
Creo que era bastante amigo de esos chicos rubios y muy buenos mozos con quienes coincidía en los nocturnos pubes, cerca de sus motos, casi todos los sábados. Gilmour sonaba fuerte y era dichoso.
Prácticamente feliz, pero le faltaba un no sé qué a su vida, un desatado sentido, algo en su interior fosforescente y curioso, un vértigo en su boca al dar las buenas noches cuando se despedía de sus despiadados colegas. Estuvo una vez a punto de rogarle a Pedro el Mantecas que lo acompañara al portal, pero Supertramp persistía con su terca melodía absurda de pasiones de plástico.
Sobre su cama, completamente a solas, la amargura era un tigre de cromados versátiles babeando en su pubis, y el dolor de sus muelas se obceca y se derrama como rico manjar de un sueño triste. Se prometió ser más valiente y visitar al dentista. Para lo demás, con su edad, no habría ya remedio. Aunque tal vez, quién sabe, argumentaba.
A partir de este sábado no se dejaría embarullar por los amigotes, e irían, los dos juntos, al grano. Una ginebra más y ese guapetón me fregará el cuerpo, me lamerá las tazas, me besará hasta el sumo desgarro.
Y todo por encariñarse con alguien hasta el año dos mil, una noche de hogueras, sin mesura ninguna.
[1997, inédito]
Las personas, de aquella, tenían otro rostro y parecían distintas, le llamaban a uno chico tonto y comenzaban a crecer con desorden como las rosas turbias, es decir, que no había lugar para perdernos en el bosque de Acebos con los lobos y los tigres acechando nuestra sangre, como si fuese un bocado de rara apoteosis. Como si morir fuera un hecho lamentable que era preciso ocultar bajo las escobas sin flor, o en las tenadas cálidas, allí donde nosotros jamás encontraríamos el liquen tan perverso y triste de la noche. A veces las casas se cerraban a cal y canto, para siempre. Cada mes de agosto la Fiesta era una herida en el corazón del niño, haría cualquier cosa con tal de que ella tomara sus manos e invocase palabras que hablaban los otros, el año que viene seré ya mayor y te brindaré mis muslos como hacen de madrugada las rameras, me lo dijo en secreto Caridad, y él no sabía nunca negarse a ser vil, a lo sumo entornaría los ojos igual que los vencejos estropean la tarde con su vuelo enojado, y amaba su voz y le dolía la frente al pensar que se iba con alguien a merodear las callejas borradas otra vez por ventiscas. El invierno quemaba la escuela y daba gusto contemplar las llamas subidos a la torre, como sendos corsarios atisban el derrumbe de un caballero malo, muy malo, y se interesan por el nombre de su hijita y se emborrachan con licor de grosella, cobardes. A las 6 vendría a vernos la desolación, mas tendríamos prisa. Nada más que un beso exacto en la boca y ebrio su aliento de tanta amarga complacencia, y caballos azules que regresan desnudos y serenos de combates sin sangre, y un hueco de hule donde recordar mejor sus mejores abrazos. Yace aquí un mundo de objetos aterrados, ni que decir tiene que es por nuestra culpa, más allá de cualquier ambiguo melodrama.
1998/2000
[La última vez, Ajimez libros, Gijón 2000]
José Enrique González y Amelia Ortuoundo
Quiere el destino que nos llenemos de besos, gustan tus labios la sed perpetua de los míos y cansan ya los feos gestos del demasiado amor.
Es como si nadie entendiera nuestra suerte, la afable pregunta que mantenemos ahora ceñida para siempre al goce, al ahogo que irrumpe en tu cuerpo de muchacha espantada por un tigre pequeño que abreva en tu saliva y se marcha corriendo de golpe.
Qué puedo argüirte.
Cada vez que te miro recorriendo los pasos subterráneos que ya no daremos me fatigan las ganas, la muerte termina por decir su más oscura palabra y no es en tu boca donde habita la sed.
Acaba de pasar por encima de tus pechos una chica que sonríe si alguien la besa, pero de azul riguroso.
Mas nadie está aquí.
2001
[Bocados de rosa, Biblioteca digital de Portal de poesía, Gijón 2004]
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