saunders
| entrada | Llibre del Tigre | sèrieAlfa | varia | Berliner Mauer |

 

 

 

 

[Rogelio Saunders]

 

Moi la main
El aliento
El despertar de Finnegan

Moi la main
Nada -en mi mano- dura,
porque es la mano misma lo que dura.
Al mismo tiempo, la mano es un sobrenombre
para lo que, oculto en ella, pero lejos de ella,
hace y deshace, como los dedos (dados) de un niño.
La main c'est moi -el astuto relevo
vierte y divierte el sentido, nudo, como la templanza.
La otra palabra -aquélla- se perdió, ya lo sabíamos.
Es decir, que ya lo olvidamos
para volver a las andadas,
niños adultos, obscenos condottieri
de un gignol y de un recitativo.
No soy yo, pues. No somos nosotros.
De nada sirve negar lo demasiado evidente:
la entropía, la cualidad sagrada.
La consagración del tiempo o de la imprenta.
La impronta grabada en fuego sobre la frente de Gutenberg.
Ah, Renania. Tus locos y tus jardines.
La mano temblorosa del anciano -gran histrión de cuello biselado,
de nariz canónica y caucásica-
dibujando la frase para siempre,
piedra miliar de los dólmenes más arduos.
Oh Fausto, oh transfiguración de Hamlet.
Tu risa nos persigue todavía.
Eco del Todopoderoso con un gorro de cascabeles.
Aquí estamos, cabalgadura del mundo,
en una mano el reflexivo trípode,
en la otra el yunque y el martillo.
El canto, sin embargo.
El doble, el doblaje y el doblete.
Todo es desdoblamiento jovial y moribundo.
Todo arte es ars moriendi.
Mi mano -mi segura mano-
tiene alas de murciélago y temblores de esquizofrenia.
Soy uno que no tiene vida, porque la libertad es el fin de la esperanza.
Henos aquí: desanudados por el exceso.
Envilecidos por el triunfo temprano.
Mórbidos por el sin fin. En el confín perplejos.
Qué siglo de manos.
Caída tan múltiple ya no soporta un solo orificio de desagüe.
Una dicción sola, un único sacrificio.
Tú, holocausto y paradigma, ya no te bastas.
He pensado en tu grito, en tu vencida cabeza.
He pensado en la multitud que arrastra sus pies por el desierto.
Qué mal lo hemos adivinado.
Siglos de inútil papel, caravanas enteras
fatigando los meridianos, eruditos hundidos en palimpsestos lineales.
Todo perdido: el amor y el trabajo,
la virtud y la gloria, la ironía y la scienzia.
Muro de las lamentaciones y muro de las alabanzas.
No soy yo quien escribe: es la mano.
Es el monje, es la mano.
Sobre esas escaleras, pintura terrorífica,
como pasos de nadie en ninguna casa.
Como si se dijera: en ninguna cabeza.
Ningún eco allí, ni un solo síntoma
de pensamiento, ninguna memoria.
Ninguna palpitación de músculo. El rumor apenas.
El vaivén, acaso rítmico,
del puro no estar de las cosas que estuvieron.
Pero ¿dónde? ¿En qué relato?
Ya que escribirlo es risible, y decirlo
es callarlo para siempre o nunca haberlo dicho.
O sea: colocarse uno mismo el sambenito de cascabeles
ante los rostros cien veces estúpidos de los troyanos.
«Cuidado con la cabalgadura».
Hueso que el músculo, amoroso, rodea.
Erótica danza donde no oigo el gemido.
La letra pasa, con golpes de talón de molloy en el camino.
The Race: espectáculo pavoroso.
Mandala construído con precisión psicodélica.
Con esa exactitud que sólo tiene la locura.
Así pues, es absurdo, es horrible, es exacto.
Es, en suma, un hecho fantástico y definitivo.
El mundo es lo deshabitado.
Lo que a cada instante se abandona.
Lo que las manos han dejado caer: eso es el mundo.
El gran gesto neutro por el que la nada se aproxima.
Se aproxima y se aproxima.
Llega, nunca llegando.
Es, en cualquier caso, estar en contra.
Contra nada, por cierto. Simplemente estar en contra.
Encontrarse: la an-arquía suprema.
Pelvis contra pelvis, en el césped dorado.
La alada mano alejándose del pecho.
En eterna orfandad dejando la cabeza,
el persistente cráneo que dubita y saluda.
Adiós, adiós a todo eso.
Dejemos que los deudos entierren a sus muertos.
Dejemos que las dudas entierren a sus viudas.
Los absolutos dedos tienen el contorno de dados.
Repiquetean alegres en el glauco elemento.
Son ángeles nacidos de la noche y la máquina.
De la oscura esperanza acechando en lo oscuro
tan silenciosamente, que su bien amado
es una hidra perfecta sin dirección y sin método.
Porque los hijos de la luz se encaminan a una fiesta.
O dicho más exactamente: ellos mismos son la fiesta.
¿No se oye una música que ondula en el camino?
¿No se ve, tan cerca ya, el mar lejano?
La pura profundidad extra profunda.
Los pliegues separados como dedos separados
por entre los que pasa el sol como por entre bufones soñolientos.
Destellos del asombro de lo que ya no es asombroso
para el brahmán cegado que levanta la cabeza.
Oh sol, ahuyentado por el bosque,
ya no consejero, ni rey, ni hipócrita seléucida.
En verdad, ni la mano es segura en medio de estas tinieblas.
Pero ya he dicho que no se trata de la mano.
La mano es un sobrenombre, un apellido, una seña.
Máscara de ocasión, recurso de las postrimerías.
Ello sustenta o sostiene el para nada.
Ello consigna y devora como el amor-muerte.
Entender es demasiado.
Callemos por un instante, si es posible.
Pero decir: «Mano, deténte».
Oh, eso quiso hacerlo el anciano muchas veces.
El viejo solar y demoníaco erguido sobre su cabalgadura oblicua.
Yo he hecho quizás un pacto -decía,
sumido en una contemplación sin compromisos,
libre como sólo puede ser libre el condenado.
Yo la mano, yo el monje que ríe bajo su sotana.
Yo el moribundo que salta sobre su potro.
Y mi potro es el tiempo, mi tigre es la anteconciencia.
El participio pasado de los jardines.
Heme aquí, inmemorial y categórico, categorial y mnemosínico.
Yo sin mí: yo antirromántico.
Mi voz se ha subdividido.
Mi cuerpo se ha bifurcado.
Mis fragmentos andan sueltos por los alrededores de la Historia.
Soy la ilusión estatuaria de los que no tienen destino.
Porque el destino es la mano, y la mano no coincide consigo misma.
La mano es la no-coincidencia, el temor y el temblor de la ceremonia.
Ardor secreto iluminado. Velado desvelo.
Darse las manos, tomarse de las manos.
¿Qué significa?
Esto: ya no significa.
Gran carcajada.
Inesperado final en el comienzo del acto.
En verdad, debió ser digno de verse.
El anciano a un lado del mundo, como un mendigo.
La mano inconclusa eternamente recomenzando.
El ojo, en fin: la esfera contemplativa
incubando el complicado lío de curvas y rectas,
para concluir en algo tan simple como una mano.
Algo sin duda asombroso.
Encontrado en el bosque, o por ahí, en el vasto arrabal de ayer y de mañana.
El atestado ámbito en que apenas
oigo que respiro: rendija absorta.
Pájaro sobre el humo, confundido con su doble.
Difuminado como un otoño holandés de techos a dos aguas.
Yo soy la mano -digo, dibujando
el cráneo de papel, el huerto y la ceniza.
Yo -la duración- es otro.

Δ

El despertar de Finnegan

Yo que no quiero ver la letra y sigo viéndola.
Yo que por eso (porque no quiero ver la letra) sigo viéndola.
En cambio ya no puedo ver las leyes.
Las leyes, digo, como insistentes hilos intersecados.
En acabando de decirlo: alas, velas.
Vuelo nocturno e incandescencia del báratro.
Luna horizontal sobre la verticalidad del camino.
Perpetración del ventrílocuo.
Impetración: aries, ariete.
Martinete: marte, martillo.
Vago, soñoliento, tortuoso, dilogante.
Risueño en el corazón de lo horrible.
Digo y me dicen: áspero, “inhumano”.
Canta desde el vientre, eyacula, sigue hablando.
Por el cráter de Sneffels un crótalo un cratilo.
Un Johnson sobre un Boswell, un Marlow sobre un Shakespeare.
¿Qué es la historia sino un malentendu?
¿Qué es el tiempo sino una comedia de equívocos,
Una private joke delirante, la tomadura de pelo más fina?
La cortesía del creador para con su díscola creatura.
Un puro bric-à-brac en serio, demasiado en serio jugado.
En singular el hombre está maldito.
Porque hombre es siempre plural: es flexión, espejo, abbildung.
Desdoblamiento sin fin, rotulación, deshollamiento.
Cuatro astros que erran bajo una mesa.
Oramos frente a un coprolito.
¿No es evidente que oramos frente a un coprolito?
Digo otra vez lo que digo: petrus, arboreus, miserrimus.
De la obsesión al absceso, de la ocasión al ocaso.
¿Qué es lo que intriga en el tigre? ¿La tigritud o el trigrama?
El ganancioso gradiante: ad parnassum, ad parnassum.
(                                                                                                         ).
El hombre: ah, qué sonriente eficacia,
        qué artilugio último.
Que paráfrasis patética, qué plenilunio.
Ser un hombre es ser todos los hombres.
Tal vez se muere por aburrimiento.
Por impaciencia, por aburrimiento.
Corderito, ¿quién te hizo? ¿Sabes quién te hizo?
El viejo pintor meciéndose (rolling on) en su balbuceo.
El valle (¿de la sombra de la muerte?).
Allí donde la flauta es una pipa es una flauta es una pipa.
Cántame una canción, para que pueda morir en eterna contradicción
              
conmigo mismo.
Into the eternal damnation of Heaven?
En el valle verde allí: barro luciente.
Traje eminente de luces: la sobrecogedora.
Espantada en su gesto que hiende el aire como un ala de cuervo:
                                                                                        salutación dorada.
La paloma, el búfalo, el ornitólogo y el tigre.
Cuatro cofrades bifurcados por la fronda arriba.
Cuatro compadres acompañándose en la sombra.
Las fichas polvosas sino antiguas: detalles flamencos entre la solidez
                                                                                                  del amarillo.
Ese ladrón de manzanas acurrucado en la copa.
Esa obsesión por la avasallante figura.
El mundo se nos viene encima.
Dos picos argénteos: notación ignota.
El otro ha muerto: ¿se podría comer acaso?
Ya que no se sabe que ha muerto:
Está acurrucado allí, Job sin protesta.
Acurrucado allí, confundido con el barro.
¿Acaso es bueno para comer?
¿Probemos? ¿Comamos?
El otro ha muerto allí, pero el otro no ha muerto.
Aquello implacable continúa.
Aquello continúa y continúa.
Los celentéreos, el diálogo sin diálogo.
Eterno dar y tomar: dar-dar, tomar-tomar.
Del absceso a la ocasión, de la obsesión al ocaso.
Tan  evidente, tan transparente, tan natural, tan humano.
Oh, sí que es humano. Es, muy probablemente, lo humano.
El otro yace en perfecto estado simétrico isomórfico.
Solo no está. Nunca se está solo.
Estos que vienen a molestar son paja en el viento.
Y viga en el ojo: no los perdamos de vista.
Vienen y van: olas soñadas, digestos berberiscos.
Advienen al final: allí se ven las nieves.
Allí también las tornas: las deudas y las viudas.
Todo el crepusculario pelásgico del mundo.
El himnario fortuito y fervoroso.
La juvenilia cantada por Orfeo.
La noche calla más que lo no dicho y que el nunca.
Broma, telón y velo.
Dado, desierto y morada.
Cátedra, sinfonía y cuchillo.
«Ah si yo fuera el drolático insustancial, el sonriente oligofántico».
«Ah si yo no fuera el que lo ha ganado todo».
«Ah si el son vago aquel extratonal dintornantara».
Con su verbo lo santificó: No escribiré. Hablaré.
¿Y habló?
Nadie lo dijo.
Vuelve a su paso fabuloso el cabriolero.
Allá entonces, fragmentarios celajes, los equilibristas.
Una calma como un nombre: azul como lo innombrable.
Y no hay sitio para el hombre en el hombre.
No hay sitio para el sitio en el sitio.
Es un no ha lugar, un acabamiento.
Ni en sonido de golpe ni en gemido.
No se acaba no se acaba no se acaba.
Ello es el acabamiento.
Durar, seguir durando todavía.
Insistir en lo duro como el sacerdote
Insiste tras la columna de humo en la colmena.
Acabamiento: abatimiento.
Arco de mucha noche tendido entre Dios y el hastío.
Hagiometrismo de la geometría.
Es claro que así no se va a ninguna parte.
No, amigo G.S., así no se va a ninguna parte.
Sólo se viaja sentado, a la manera de los puertos.
Se cometen errores: menos graves, muy graves.
Gravísima cosa es la muerte: ultima thule turística.
Castigo después del castigo: fiorentinissima recondita
Del signore professor dedo postrero
colgando en el aire vacío como un sueño recurrente.
Lapsus calami.
Confín concreto frente al ojo que no mira.
Glóbulo errante riéndose a ras del suelo.
Yo que no quiero ver la letra y sigo viéndola.
Rolling and jumping and thinking and brighting.
El muerto divertido baila en su traje de copero.

Δ

El aliento

La rica factura de ese nacimiento.

El aliento del perro bajo nuestro asiento
y el azúcar que quema en la garganta
ligada con el humo.
Cosas puras.

Saint-John Perse: historiador de las lluvias.

Mañana de ayer
y mañana de mañana.
Olvido. Cosas puras.

Un caballo que salta, transparente.
Geométrico. Invisible.
Cosa mentale.
Caballo de espuma, de roca, de silencio.
Vela de estay, el rosa restallante.
El calor en el cuarto de las criadas.
Res extensa mentalis.
La noche: gran noche del ojo
en que la lluvia cae
como una red fina de lanzas.
El todo de todo: ayer y mañana.

Una voz: ensambladura de tinieblas.
El fulgor vacío de lo pensado.
Mundo sin bordes,
puramente periférico.
Mundo sin voz que la voz abraza.
Dharma-refugio. Cono. Refugio.
Sol. Soledad. silencio.
Borde negro del sol. Disco sin centro.

El aliento del perro. El olor agrio
del perro descuartizado entre el corcho.
El caracol alargado introducido en la boca
que calla, con espanto del cuerpo.
Blancura infinita de los pabellones.
Pabellón del crepúsculo, con una ventana
azafrán. Faisán ensombrerado que se hunde
en el agua quieta del lago,
en la aplastada luna de ajedrez de la batalla.
La dama alférez erguida y triste,
matemáticamente triste,
contra un fondo cruel de pinos-deshollinadores.
De letrados azules con máscaras de jabalíes
examinando el caparazón seco del ahogado.
Gran noche cortada en dos por el espesor
cósmico, asperjado de monstruos, del nacimiento.
Pavorreal helado que tripula un búfalo
en el perímetro sagrado del canto del ruiseñor,
tan estrecho como la cima improbable
que es centro improbable de la mano
y de todo objeto.
Centro del universo.
Del universum mentalis.

Ningún amanecer te traerá la cosa pura,
aun si lo anunciara la madrugada que fulgura
en rojo vapor flotando en cielo inverso.
Subterra que porta.
Descalificado designio.

Ningún amanecer, ningún viajero.
Visera sorda con burdo caligrama.
El adiós pintado en la mueca que perdura,
en el pino ondulante, en el banco fijo.
El poeta decapitado aún flota,
dueño de un poder tranquilo,
de cierta cualidad de sâdhana.
Mágico prodigioso que vive de algodón.
Dragón naranja avanzando desde la seda,
fundando espacios en dispersión.
Fecundante vacío de la risa del gato.

Medialuna de la medianoche.
Animal fecundado-fecundante.
Nadie avanzará por el sendero ensoñado.
No vendrá nada.
No sucederá nada.
He aquí lo perfecto.
Hasta que el aliento se agote.
Se recoja sobre sí, como una sierpe de fuego.
Se reúna, se haga indistinguible.
Diferentemente infinito.

No habrá un alba.
Esto será lo perfecto.
La pura cosa mentalis.

Aunque
lo infinito más bien
es una sonrisa.
El hermano goloso, cargado
de manzanas
puramente hipotéticas (resignificando).
La carnalidad de la letra,
del sentido-pulpa.
Eso también está bien,
como un din don lejano.

Nada existe.
Nada es digno.
No hay estación ni obra.
Todo es perfecto.
Sin edad, sin nacimiento.

Ausencia es obra.
Repetir: agregar nada.
Ondulación del tiempo intranscurrido.

No salir jamás del laberinto.
Anillarse en el espanto. Cantar
en el infinito del silencio.
Oir el chillido 
del animal: el silencio del silencio.
Dormir en el grito como en el corazón 
vacío del dios desocupado,
desempleado, dios
despojado de dios, final
suspenso: línea punteada del grito
que suena continua en su ausencia
de sonido. Siempre. Nunca.

Ver cómo muere todo.
Morir en todo.
Aprender a morir.
Vivir muriendo.
Sin entender, comprender.
Tripular el caballo del olvido.
Cabalgar la barca del crepúsculo
que llega exacta a Brindis en Oriente
con los magos falsos -auténticamente sobrenaturales-
que saludan la estrella púrpura del Sheol
pintados sobre el tapiz ondulante.
Melquisedec con un tricornio colorinesco,
disolviéndose en el árbol que arde
sin llama: cirio norradiante,
firminia platanifolia que apacigua y transforma.

Vaho del perro que sobrevuela los tejados.
Calle empedrada y descendente con alternativos soles.
Calle única en el desierto que siempre está a punto de desembocar
en un lugar único, perfecto, vacío.
Pero que no desemboca,
no termina, no se deja recorrer.
Calle absolutamente objetiva.
Metáfora pitagórica de la realidad.
Fantasmagoría fiel del ojo del enfermo.
La langosta de Nerval sigue habitando esa calle,
contigua al muro invisible de un pabellón invisible
donde el ahorcado invisible tiene más realidad que la noche
que lo creó y lo destruyó: pero yo soy la noche.
YO HE CREADO LA NOCHE, Y YO HE DESTRUÍDO LA NOCHE.

Dueño de un poder tranquilo, intransitable.
Factor de un portento que los demonios persiguen.
Fantasmagogo exiliado que piensa en otra cosa.
El aliento es eterno, cuando ya no hay aliento.
Tus poderes son otros que nocturnos.
El que cabalga un tigre, o una barca de fuego.
El viento, el viento que mueve la nieve
                                      y la arena y el agua.
El viento que hace nacer los mundos y que los destruye.
El viento y la nada: la fijeza de lo que no existe.

Único habitante de ese territorio sin forma,
sin nombre, sin número, sin camino y sin meta.
La soledad absoluta del spatium mentalis.
Una sonrisa que asciende como el humo
-relincho del caballo, salto del tigre, coletazo del dragón-
en la noche sin noche de la deriva infinita.
Silencio exquisito del mago que digiere el veneno.
Sabor de azúcar de la muerte disolviéndose en la garganta,
cumpliendo su ciclo perfecto entre lo invisible y la nada.

Nada ha cambiado, y todo es diferente.
En el allende, el aliento espera, se acumula, se prepara.
El aliento: lo que nadie puede entrever, ni sorprender, ni adivinar.
Lo que nadie puede vislumbrar, ni dominar, ni detener.
Lo que nadie puede profetizar ni conjurar.
El aliento: lo que sólo puede vivir cuando está muerto.
El aliento: el ojo perpetuo despierto en la oscura selva ensoñada.
El aliento: la pura cosa mentale.
El aliento: el Jamás.

Blanca hilandera bordando
-el labio negro ovillándose bajo un manto rojo-
la rica factura gótica de ese nacimiento.
 
 

Δ

| entrada | Llibre del Tigre | sèrieAlfa | varia | Berliner Mauer |