En el laberinto
Más de veinte mil días
avanzando, siempre penosamente,
siempre a contracorriente,
por esta enmarañada fundación donde giran los vientos
y se cruzan en todas direcciones paisajes y paredes tapiándome la puerta.
No sé si al continuar no retrocedo
o si al hallar un paso no confundo por una bocanada de niebla mi camino.
Tal vez volver atrás sea como perder dos veces la partida,
a menos que prefiera demorarme castigando las culpas
o aprendiendo a ceñir de una vez para siempre los nudos de la duda y el adiós,
pero no está en mi ley el escarmiento, la trampa en el reverso del tapiz,
y tampoco podré nacer de
nuevo como la flor cerrada.
Habrá que proseguir desenrollando el mundo, deshaciendo el ovillo,
para entregar los restos a la tejedora,
comoquiera que sea, en el extremo o en el centro, a la salida.
He visto varias veces pasar su sombra por algunos ojos,
cubrirlos hasta el fondo;
varias veces graznaron a mi lado sus cuervos.
Perdí de vista fieles paraísos y amores insolubles como las catedrales.
Encontré quienes fueron mis
propios laberintos dentro del laberinto,
así como presumo que comienza
uno más donde se cree que éste
se termina.
Extravié junto a nidos de serpientes mi confuso camino
y me obligó a desviarme más de un brillo de tigres en la noche entreabierta.
Siempre hay sendas que vuelan y me arrojan en un despeñadero
y otras me decapitan vertiginosamente bajo las últimas fronteras.
Recuento mis pedazos, recojo mis exiguas pertenencias y sigo,
no sé si dando vueltas,
si girando en redondo alrededor de la misma prisión,
del mismo asilo, de la misma emboscada, por muchísimo tiempo,
siempre con una soga tensa contra el cuello o contra los tobillos.
A ras del suelo no se distingue adónde van las aguas ni la intención del muro.
Sólo veo fragmentos de meandros que transcurren como una intriga en piedra,
etapas que parecen las circunvoluciones de una esfinge de arena,
corredores tortuosos al acecho de la menor incertidumbre,
trozos desparramados de otro mundo que se rompió en pedazos.
Pero desde lo alto, si alguien mira,
si alguien juzga la obra desde el séptimo día,
ha de ver la espesura como el plano de una disciplinada fortaleza,
un inmenso acertijo donde la geometría dispone transgresiones y franquicias,
un jardín prodigioso con proverbios para malos y buenos,
un mandala que al final se descifra.
Ignoro aquí quién soy.
Tal vez alguien lo sepa, tal vez tenga un cartel adherido a la espalda.
Sospecho que soy monstruo y laberinto.
[En
el revés del cielo, 1987]
Γ
VI
No comiste del
loto del olvido
-el homérico
privilegio de los dioses-,
porque sabías ya
que quien olvida se convierte en objeto inanimado
-nada más que en
resaca o en resto a la deriva-
al antojo del
caprichoso mar de otras memorias.
Y así escarbaste
un día en tu depósito de sombras congeladas
y volviste a
anudar con tiernos ligamentos huesecitos dispersos,
tejidos enamorados
del sabor de la lluvia,
vísceras dulces
como colmenas sobrenaturales para la abeja reina,
dientes que fueron
lobos en las estepas de la luna,
garras que fueron
tigres en la profunda selva embalsamada.
Y lo envolviste
todo en ese saco de carbón constelado
que arrojaste
hacia aquí, como hacia un tren en marcha,
y que en algún
lugar dejó un agujero por el que te aspiran
y al que debes
volver.
[Cantos
a Berenice, 1977]
Γ
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