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[Olga Orozco]

 

En el laberinto

VI

 

 

En el laberinto

 

Más de veinte mil días avanzando, siempre penosamente,
siempre a contracorriente,
por esta enmarañada fundación donde giran los vientos
y se cruzan en todas direcciones paisajes y paredes tapiándome la puerta.     
No sé si al continuar no retrocedo
o si al hallar un paso no confundo por una bocanada de niebla mi camino.
Tal vez volver atrás sea como perder dos veces la partida,
a menos que prefiera demorarme castigando las culpas
o aprendiendo a ceñir de una vez para siempre los nudos de la duda y el adiós,
pero no está en mi ley el escarmiento, la trampa en el reverso del tapiz,      

y tampoco podré nacer de nuevo como la flor cerrada.
Habrá que proseguir desenrollando el mundo, deshaciendo el ovillo,
para entregar los restos a la tejedora,
comoquiera que sea, en el extremo o en el centro, a la salida.
He visto varias veces pasar su sombra por algunos ojos,
cubrirlos hasta el fondo;
varias veces graznaron a mi lado sus cuervos.
Perdí de vista fieles paraísos y amores insolubles como las catedrales.

Encontré quienes fueron mis propios laberintos dentro del laberinto,

así como presumo que comienza uno más donde se cree que éste se termina.
Extravié junto a nidos de serpientes mi confuso camino
y me obligó a desviarme más de un brillo de tigres en la noche entreabierta.
Siempre hay sendas que vuelan y me arrojan en un despeñadero
y otras me decapitan vertiginosamente bajo las últimas fronteras.
Recuento mis pedazos, recojo mis exiguas pertenencias y sigo,
no sé si dando vueltas,
si girando en redondo alrededor de la misma prisión,
del mismo asilo, de la misma emboscada, por muchísimo tiempo,
siempre con una soga tensa contra el cuello o contra los tobillos.
A ras del suelo no se distingue adónde van las aguas ni la intención del muro.
Sólo veo fragmentos de meandros que transcurren como una intriga en piedra,
etapas que parecen las circunvoluciones de una esfinge de arena,
corredores tortuosos al acecho de la menor incertidumbre,
trozos desparramados de otro mundo que se rompió en pedazos.
Pero desde lo alto, si alguien mira,
si alguien juzga la obra desde el séptimo día,
ha de ver la espesura como el plano de una disciplinada fortaleza,
un inmenso acertijo donde la geometría dispone transgresiones y franquicias,
un jardín prodigioso con proverbios para malos y buenos,
un mandala que al final se descifra.
Ignoro aquí quién soy.
Tal vez alguien lo sepa, tal vez tenga un cartel adherido a la espalda.
Sospecho que soy monstruo y laberinto.

 

 [En el revés del cielo, 1987]

 

Γ

 

VI

 

 

No comiste del loto del olvido

-el homérico privilegio de los dioses-,

porque sabías ya que quien olvida se convierte en objeto inanimado     

-nada más que en resaca o en resto a la deriva-

al antojo del caprichoso mar de otras memorias.

Y así escarbaste un día en tu depósito de sombras congeladas

y volviste a anudar con tiernos ligamentos huesecitos dispersos,

tejidos enamorados del sabor de la lluvia,

vísceras dulces como colmenas sobrenaturales para la abeja reina,

dientes que fueron lobos en las estepas de la luna,

garras que fueron tigres en la profunda selva embalsamada.

Y lo envolviste todo en ese saco de carbón constelado

que arrojaste hacia aquí, como hacia un tren en marcha,

y que en algún lugar dejó un agujero por el que te aspiran

y al que debes volver.

 

 

 [Cantos a Berenice, 1977]

 

Γ

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