El cadáver de Lorca sigue llamando a nuestra puerta

Federico: si te dijera muerte mentiría. No muere lo que arde
y se sacude y busca unas entrañas.
Sucede lo que jamás y siempre ha sucedido.
Siempre estarás contando el repetido (irrepetible)
cuento de la tierra. Ése de no acabar, el cuento cuento.
El del susto al abrir un ropero;
el insondable enigma de un saludo;
el pavor de dos zapatos sosteniendo las tripas de un amigo;
el horror de la toalla extendida

(desplegada como atroz estandarte) en un alambre.
Todo esto lo contaste cada siempre
con zureo de paloma mascada por un tigre,
con ternísima voz de niño mecido y arrullado por un ogro.
Alguien sigue nombrando el fastuoso rigor de la tarde,
el ceño de una vasta ciudad, la plúmbea orgía de la primavera.
El poeta (ahora bailan y cantan el asno y el fonámbulo
que hacen sangrar los cascabeles como si fueran claveles)
es el payaso de los inflados bombachos.
Su brillo enriquecido con sacrosantos parches de alquitrán y albayalde,
sus bellísimos zapatones de ánade.
El mismo que se traga en el rincón,
casi lamiendo por hacer que come,
sus bolitas de alcanfor, hasta sus propias vísceras risueñas.
Y nos mira (como un mar, como el mar que siempre nos rodea)
con orillas de tinta en sus pupilas.


       (Fragment)

 

[Héctor Rojas Herazo, Jeroglífico del desconsuelo, 1995]

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