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[Guillermo Carnero]

 

Divisibilidad indefinida

Melusina

 

 

Divisibilidad indefinida

                                              Yves Tanguy

 

Un impasible pájaro reposa sobre el mar:

con las alas cobija el filo de los límites,

amordaza en su fuente la fuerza de los vientos

y sus plumas caudales tocan el finisterre.

 

El rumor de su sombra desorienta y extingue

el arroyo que fluye en la caverna

y extirpa con agujas de betún y azabache

la gota que serpea en la tela de araña.

 

Desdibuja en un prisma de esfumados cristales

la chispa geminada de los ojos del tigre

y apaga en un susurro de inundados helechos

el sueño de rubíes que atisba la serpiente.

 

El pétalo se quiebra doblegado

cual si lo castigara con su mínimo peso

una constante gota sucesiva

 

y sobre las corolas que no brillan ni ascienden

y derraman su seda sin color

en ocioso reptar vitrificado

cruzarían sin rumbo erráticas abejas.

 

En el halo glacial del horizonte

retiene el terso mar la gris parábola

en esfumado indicio de su esfera

inconmovible, fija y apagada.

 

Redonda, lisa, tensa, luminosa,

azulada e inmóvil la pupila del lince,

sin que el transcurso de una forma rápida

fuera a cruzarla curvo y abreviado.

Fluye el silencio en ondas de blancura

desde sus doce aristas minerales

donde se encierra congelada y turbia

la inerte vacuidad cristalizada

 

y así crece la paz, sorda y entera

en haces de fulgor estrangulado

hasta la ojiva de invisible hielo

donde convergen mansos y se anudan.

 

Hace tiempo que habito este lugar

y lo contemplo inmóvil, aquietado e incólume:

ya no tomo por pasos o murmullos o risas

los ecos del caer de las gotas de agua.

 

Admiro la pureza con que las diagonales

dominan limpiamente la gala del vacío

y trazan en el aire las lindes de su altura,

grácilmente centrada por un punto incoloro.

 

Aquí vuelcan las formas su plasma desleído

en el gran vertedero de los sentidos planos

y se pudre la línea y la llaga del tacto

como cae la piedra hacia el fondo del pozo.

 

La mirada precisa los puntos cardinales

y girando a su imán se ofusca y pierde,

inventando un lugar en el arco infinito,

redondez engañosa que finge la distancia.

 

¿Quién quebrará las puertas de la luz?

 

Un calor que licúe los metales preciosos

de la abyección y del conocimiento,

un pie grácil que humille y desordene

las palabras caídas que el miedo y la belleza

amontonan y pudren en su otoño,

una voz como cúpula dorada

combando el clarear del sol naciente,

la que descorre el velo,

la que trae de vuelta al alejado.

 

 

[Dibujo de la muerte. Obra poética. Cátedra. Madrid. 1998]

Melusina

                                                          Mi mal por bien es tenido,
                                                                              por haberos conocido.

 

                                                        Badajoz «El Músico»,
                                                                         
Cancionero Musical de Palacio, n° 51
 

Si viniste hasta mí en un rayo de Luna
desde el fondo del agua, trasparente,
pisando espinas sin dolor ni peso
para salvarme de la soledad,

y yo era el peregrino que en un claro del bosque
miraba reposar sus armas juntas,
aterido, famélico y cansado
de fingir gallardía y fortaleza,

aclárame por qué, mi dama blanca,
cayó sobre nosotros el conjuro.
El tiempo no me había ennoblecido,
y a ti no te asistía el unicornio:

debió de ser un pacto de inocencia
para burlar la candidez perdida,
con un tigre debajo de la cama
y un fogoso esqueleto muy vivo en el armario.

Se encendieron tus ojos, con redondez de lago
que rizara un susurro de rápidas corrientes,
mientras acariciaba tu pecho poderoso,
y al ir a desnudarlo me maldijo una lágrima.

Al caer tus vestidos rodeó tu cintura
un punzante reguero de gusanos y abejas;
sentí, al dormir contigo entre las flores,
demorarse en mi piel el filo de una garra.

Si vuelves a tu mundo, Melusina,
me harás un gran favor. Sé generosa:
sálvame de rozar entre las sábanas
una noche tu cuerpo de serpiente.

Alguna vez lo he visto desceñirse,
ondular en anillos plateados
y enseñarme los dientes, agudos como ascuas.
Aun así, fue un abrazo delicioso.

Déjame en un rincón con este libro,
el don más puro de la soledad.
Tendrás mi gratitud y mi nostalgia
cada vez que aparezcas en mis sueños.

 

[Verano inglés, Tusquets, Barcelona, 1999]

 

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