El otro salto
 

  El sol no está lejos. Quizá por eso no puedo escapar de las llamas. Y digo: no congelaré las antorchas que hay en mis hombros. Quiero la gran cima. La nube alta, donde llegar con mis flechas. Quiero la altura difícil donde extender mis cabellos. Hay en mi frente viento y aguas profundas. 

  Y deambulo por calles, entre los edificios y la indiferencia.

  Las fogatas del amanecer siempre están lejos de aquí. Las estrellas no hablan aquí, sobre las paredes y sus sombras. No es aquí el grito espumoso del mar. En mi hogar no brillan leopardos. Ni hierve la cabeza de un cometa.

  Pero en la ciudad ardo. 

  ¿Hasta cuándo lucharé contra los acantilados de hielo? ¿Hasta cuándo recordaré lo que perdemos?

  En una noche de lluvia, me siento en la urbe, junto a una avenida, y a un tigre. Un felino inventado por ebrios pinceles de la imaginación.

  Poso una de mis manos sobre sus rayas. Y recuerdo. Como tantas veces.

  Recuerdo, entre el rumor de las fogatas, lo que hemos perdido. Eso que perdemos lo veo hoy bajo la forma de un hombre solitario, que se aleja y empequeñece, entre la bruma húmeda de la lluvia. 

  Allí, deambula el Hombre de la Pérdida; el habitante callado de la soledad. Él se aleja resignado. Lleva lo que hemos perdido. Meditabundo, silencioso, junto al recóndito tigre, veo lo que perdemos. 

  ¿Por qué hemos perdido los sentimientos nobles, el poder de la entrega, el amar sin esperar ninguna recompensa?

  Ya no es ningún sacrificio por la dignidad de la nación ni por el brillo de los otros. Sepultada es la mirada que perciba una hoja, el mar o la belleza de la mujer desnuda entre la luz y la niebla.

  Advierto cadenas enmohecidas que se descuelgan desde algún quebrantado reino entre las nubes y que crujen al desplomarse cerca del Hombre de la pérdida. Que deambula ensimismado entre cofres desvencijados que antes contuvieron muérdagos y brebajes de lunas inmortales. 

  Y sigo padeciendo el resquemor por lo extraviado. Padezco la áspera ruptura de la escalera que lleva desde el polvo hasta el cielo. Extraño el galope hasta los árboles más antiguos y profundos, o la aspiración del viento nuevo de la mañana. Esa brisa fresca de las primeras horas del día, en las que dioses olvidados cabalgan entre girasoles y halcones.

  ¿Por qué hemos perdido incluso la angustia por tanta pérdida?

  En otros tiempos, no era tan vasto lo perdido.

  Eran esos tiempos en lo que grité en las batallas. O canté con torbellinos de colores. O corrí hacia lo alto de campanarios para allí agitar las campanas. 

  Y celebrar. 

  Venerar.

  Ahora sé que debo sangrar la angustia por lo perdido.

  Pero no debo abandonar el tigre. Que salta en lo bello. En la belleza profunda que regresa.

  La belleza es enigma. Lo más bello son los enigmas.

  Allí regresa el bello enigma sobre el desierto; sobre el cuerpo y sus órganos; sobre las anaranjadas nubes del ocaso.

  La banalidad y la estupidez humana terminan con la muerte. Pero el bello enigma seguirá. Y cubrirá nuestras heridas y las tumbas, con nuevo follaje de la tierra.

  Junto al tigre puedo correr sin ningún temor. Entre bruscas palpitaciones y torrentes de sudor puedo avanzar y escuchar los rumores de lo perdido.

  Curioso es el poder de la mente y el cuerpo sensible que aún puede rodar sobre las tierras y espíritus lejanos.

  Mi voluntad lo dispone, y con el temblor que nubla mis ojos, pienso, y me impregno con lo pensado al correr. En la carrera pensante traspaso castillos donde, entre viejos brillos lánguidos, las armaduras se resquebrajan. Sí, lo reconozco: se ha disecado la gloria caballeresca.

  Traspaso los edificios de tecnologías sofisticadas, las paredes con muchos ornamentos y pantallas, las residencias con fachadas esplendentes y piscinas atestadas de cloro y de resplandores chillones. Allí, las fieras adineradas aúllan y ostentan, pero gimen en el secreto de sus alcobas al recordar la muerte y el cansancio por tanto acumular.

  Traspaso las reuniones de las familias y las amistades. Aquí, los labios deben esbozar una constante sonrisa. Las palabras deben propalar continuos augurios propicios, felicidades, buenos deseos. Y, antes de salir brioso por una ventana hacia algún bosque sin seres engañosos, veo a alguien abrumado por tanto fingir, mientras acomoda la máscara de su sonrisa sobre un piso de madera. Anhela un cuerpo liberado de toda costumbre impuesta. Quiere sonreír como los caballos salvajes de las praderas.

  Traspaso los ejércitos de los resignados a ser opacos espejos que reflejan sombras. Si cada hombre que pierde su autenticidad arrojará un vomito de azufre y oscuridad, el planeta sería noche sin fin y un enloquecido hervidero de lamento.

  En los ocasos, traspaso los cementerios, y corro y atravieso desérticas bibliotecas, estatuas no veneradas de héroes y santos, las academias y agencias donde se enseña el arte de la venta mentirosa.

  Y concluyo la carrera. Entre las ciudades y los días civilizados sigue el viejo aire, el enigma, la materia sembrada de dioses, los senderos sutiles que conducen hacia indestructibles candelabros.

  Y, aquí, en la urbe, ruge la cultura que pierde la entraña del espacio misterioso. Y no lamenta esa pérdida.

  Entre la tierra de los girasoles sagrados y la civilización dormida brota el abismo. Que también es un puente. Y es preciso habitar el puente. Se lo habita al saltar.  

  Y la lluvia aún sigue. La bruma aún extiende sus melenas neblinosas sobre la ciudad. Mi ciudad.

  El tigre, ágil, ya avanza entre las gotas y un puente.

  Volverá a saltar.

  Yo también lo haré. 

 

[Esteban Ierardo]

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