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[Antonio Porpetta (Elda, España, 1936-)]

 

Historia del hombre

Donde se dice de los labios y el poeta es alcanzado por una dulce muerte

Donde el poeta posa sus manos en la cintura de la amada, y absorto permanece

El esclavo

Después de larga lucha

 

 

Historia del hombre

 1

¿Y qué decir del hombre,
cómo cantar su llanto,
su tempestad callada que me ahoga?
Ese montón oscuro de temblores
que lanza desde el frío
                               su mirada de arbusto
dueño fue de un imperio de mañanas,
dominador de ventisqueros.
                              Nunca
pudo ponerse el sol en su oceanía
ni doblegó la lluvia
la altivez de su nombre.
                              A su paso
las selvas despertaban
con un clamor de musgo,
rendíanle los montes sus cinturas,
desplegaban los ríos
su larga mansedumbre,
y las gemas ocultas en la entraña
alzaban a su frente destellos lejanísimos.
¡Ah, el hombre inmenso, encerrando en sus brazos
una constelación de avispas y jilgueros,
bronco señor del trueno y de la aurora
ensordeciendo el mundo
con sus himnos de cíclope!
Bastaba un breve gesto de sus dedos
para que bronce y pluma se hermanaran,
y el volcán derruyera sus presagios,
y reclinara el templo sus ojivas,
y el corazón se abriera
en cárcavas profundas.
                                         A su voz poderosa
un huracán de sangre
deslumbraba los cielos,
y el tigre más soberbio
besaba entre la hierba sus espuelas,
mientras trémulos astros entonaban
una coral doméstica
                              de tímidas cantatas.
¡Qué digno frente al mar
numerando sus islas en los ocasos rojos,
apretando en sus manos las galernas,
dormida entre sus dientes
la llave que amordaza
la libertad del viento y sus espumas!...


2


Pero el hombre tenía
                              vocación de alimaña.
Con sus uñas de jade iba cavando un fosco
entramado de sombras,
                              pozos interminables,
secretas galerías,
                               oquedades remotas
donde jamás la luz le descubriera
ni florecieran pájaros o espigas.
Lentamente
la noche fue dejando sus amargas raíces
en el pecho del hombre,
minando su memoria,
recubriendo su lengua de una cansada herrumbre.
Aquella hermosa imagen del héroe coronado
de luna y madreselvas
pulverizó su mármol
dispersando su gloria y su ceniza
sobre el yermo dominio de la ruina.
¡Ah, su lenta ceguera,
                                        su diminuta voz
que ya no escucha nadie,
sus garras convertidas
                              en manos humildísimas!

Cayeron las columnas. Un verdín infamante
eclipsó los metales. Los topacios sirvieron
de pasto a las cornejas.
                                        Tocaron los clarines
un larguísimo canto funerario.
Y una seda invisible
que tejieron arañas implacables
fue encadenando al dios en su guarida,
robándole sus alas,
                               cercenando su sed,
su nostálgica sed de viejos albedríos.

Desde aquí lo contemplo
en su terrible soledad,
indagando la vida con sus ojos de esparto,
defendiendo del tiempo sus horas oxidadas,
casi perdida huella,
                               polvo apenas.
Y un alacrán antiguo
                                         se me posa en los párpados,
al ver esa intemperie derramada
en mis propios espejos.

[Los sigilos violados]

Δ

 

Donde se dice de los labios y el poeta

es alcanzado por una dulce muerte

 

Cauces de la palabra, sembradores

de hielos o luciérnagas,

ya manantial altivo, ya planicie

frutal, enredadera

de muérdago y campana, antesala

de intrépidos galopes hacia siempre,

de plenilunios largos como nunca.

Mas sobre todo, cráter,

tierno cráter de luz que me sucumbe,

que entero me derrama hacia el olvido,

atalaya trigal, silbo del fuego,

vestíbulo feraz del mediodía.

Quizás, tras de vosotros, una lluvia,

una lejana lluvia que amanece

recubierta de sueño,

                             como un musgo

que invitara a vivir lo no vivido,

pregonera de un tiempo inevitable

que en esta patria tiene su manida.

 

Entre cráter y musgo me desvelo:

una aldaba, una voz, un desafío.

No sé si me llamáis o soy quien llama

ni quién es tigre aquí, ni quién paloma,

pero el imán ejerce su mandato,

se hace viento la sangre, manifiestan

las ascuas su destino.

Lentamente me acerco:

                                 ya os respiro,

                                                       ya soy,

ya casi nazco.

Si vosotros quisierais,

si quisieras...

Qué serena canción, qué profecía,

qué inmune realidad en vuestro cuenco

inagotable y mío.

Qué dulce muerte así,

                                                                  qué muerte ahora.

 

[Territorio del fuego]

 

                                                                                 Δ

 

 

Donde el poeta posa sus manos en la cintura

de la amada, y absorto permanece

 

Estas manos que saben de antiguos paraísos,

de patrias escondidas donde la brasa impera,

de volcanes que cantan coronados de púrpura,

de riberas sedientas y ardidas oquedades.

 

Estas manos que habitan ensenadas de fiebre,

que recorren a ciegas los cubiles del tigre,

y descubren el pulso de los ritos prohibidos

y llevan en su idioma el temblor de las islas.

 

Estas manos amigas de los astros sin sueño,

que levantan columnas y amansan unicornios,

que dominan la espuma del yunque y la colmena,

el milagro del prisma, la rebelión del mástil…

 

Estas manos se tornan alfareras y humildes

al posarse en el barro de tu exacta cintura,

y modelan despacio su curvo manantío,

su vuelo de gaviota, su respirar de nave.

 

Y ajenas permanecen a hogueras muy cercanas,

detenidas y absortas en esta geografía

donde tu cuerpo alcanza la plenitud más pura:

ese prodigio tuyo de un mayo perdurable.

 

                                                                [Territorio del fuego]

Δ

El esclavo 

 

Todo su mundo era

una enorme sandalia de cuero repujado

y el poderoso pie que la habitaba.

Del aire conocía

el vuelo de las togas en su frente sumisa

y alguna voz de rostro impenetrable

llegada de la altura.

Escuchaba

las más bellas historias de bosques y caminos,

de gentes y paisajes más allá de los muros,

de pájaros lejanos como el sueño.

Y un rumor luminoso fue creciendo en su sangre

ante el mudo prestigio de las puertas prohibidas.

Cuando llegó el momento,

sólo la noche supo su destino

en una jadeante madrugada

de sombras como fauces...

Fácil fue su captura:

la guardia fidelísima del césar

lo encontró al mediodía

frente al mar, en silencio,

hermosamente inmóvil,

como un dios asombrado entre la arena.

Después de los castigos

regresó a la blancura de los mármoles,

al callado universo de sus horas.

Pero en su pecho ardía

aquel estigma azul, aquella claridad,

aquel hondo secreto desvelado.

Y ya siempre sus ojos

se alzaron acechantes desde el suelo

con la lenta esperanza de los tigres.

 

 [Los sigilos violados]

Δ

 

Después de larga lucha,

el tigre fue vencido.

Exhausta, ensangrentada, la gacela

contemplaba a su víctima:

en sus ojos había

una pequeña chispa de piedad.

 

 

[Silva de extravagancias]

Δ

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