Nocturno cuerpo | ||
Cuando de noche, a solas, en
tinieblas, fatigado de no sé qué fatiga se derrumba mi cuerpo y se acomoda en la impasible superficie oscura que le sirve de apoyo y de mortaja, yo me tiendo también y me limito al inerme contorno que me entrega, a la isla de olvido en que se olvida. Separado de él y en él hundido recuerdo que lo llevo todo el día como cárcel de fiebre que me oprime, como labios que dicen otras frases, como instinto que burla mis deseos o acciones desligadas de mi fuerza; pero al mirarlo así, rendido fardo indiferente en su actitud de piedra, tigre de bronce, charco de silencio, columna de cinismo derribada, ciega figura en su lección de muerte: yo lo percibo como carne intrusa como dolencia de una llaga ajena, cómplice de un destino que no entiendo, mudez que no lesiona mi palabra, verdugo en anestesia secuestrado. Y por eso al sentirme dividido y a la vez por su molde aprisionado, analizo, sospecho, reflexiono que sus muros endebles que me cercan son fuego en orfandad, tierra robada, agua sujeta en venas sumergidas y aire sin aire arrebatado al aire; que soy un prisionero de elementos en honda combustión, que están buscando fundir los eslabones que los unen para volver a la pureza intacta del sitio universal donde eran libres: la tierra pide su reposo en tierra, el aire, su acrobacia transparente; el fuego, la delicia de su llama; y el agua: la blancura de su hielo, su cauce, o el prodigio de ser nube. Al lado de él, alado y enraizado, lo toco, lo examino desde adentro: interior de una iglesia ensangrentada, góticos arcos, junglas musculares, entretejida pulsación de yedras, laberinto de lumbre de amapolas y entraña de una cripta en que se esconde el numérico albor del esqueleto. Y yo en medio de juez y de culpable, de rebelde invasor y de invadido, de mirar que descubre y se descubre, de unidad que contempla sus facciones, de pregunta privada de respuesta, de espectador que sufre en propia carne el corporal desgaste de que brotan sus crecientes acopios de agonía. Si soy su dueño ¿por qué lo palpo extraño, despegado de mí -sombra de un árbol-, corteza sofocante de mi angustia, vendaje que me oculta, ademe frágil, imán que me atesora y me difunde, materia que yo arrastro y que me arrastra? Y estoy en él, presente, inevitable, unido en el monólogo y la espera, crecido en su reverso, y denunciado por sus manos, sus ojos, sus pasiones, la quemante ansiedad de sus delirios, las brumas de sus tiempos de zozobra y los relámpagos de su alegría. De dentro a afuera, de raíz a ramas, presiono, me sublevo, abro mis fuerzas para cavar, para acabar los muros que viven de tenerme prisionero; pero un amor me nace y me detiene, un fanatismo de vital amparo, el apego del ánima y las células, la intimidad de forma y contenido acoplando sus ciegas superficies; y me quedo conforme, sosegado a la ajustada cárcel que me cubre para seguir formando el mundo en fiebre por el que siento que en verdad existo. Agua, tierra, fuego y aire, en continua aspersión de sus químicos halagos, inmersos en la furia de sus hambres, en escondida trabazón de empujes, mandando y succionado sus mareas, haciendo y deshaciendo lo que se inician, comiéndose a sí mismos, recreando el desnudo valor de su estructura en pugnas, atracciones y repechos, porque quieren, anhelan, buscan, labran la persistente acción que les devuelva el vuelo original que poseían. Esta unión de elementos, este nido de físicas batallas, de incesantes reacciones, es mi solo respaldo, el trágico venero de la fuerza que me sostiene aún hablando a solas. [Elías Nandino] |
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