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Perdido en la noche furtiva de ojos de murciélago
durmió en lo más hondo
de cabelleras suntuosas, susurros y plumas, vegetaciones,
y el relámpago del tigre en la sombra sexual
de hoteles lacustres alzados sobre pilotes,
bebió, soñó, reflexionó largamente
en los poderes perdidos, arrojados a los Hospitales de
Ultramar.
¿De que habló?
Del olor de los eucaliptos,
del vino y sus gemidos de adiós,
de la memoria que torna indeleble un rostro,
una ausencia,
un paisaje que cambia de lugar,
un día que no acaba nunca de pasar
día tras día, cubierto de sangre y de helechos.
¿Y su casa?
Se abre hasta el hueso de la tiniebla,
en la risa de los cafetales, tierna y despótica
como toda la presencia amante.
La sagrada savia de México subía por las piedras
hacia el corazón de los dioses,
y de pronto
un loro fulminado cayó sobre el sofá, junto a Maqroll,
una joya de las constelaciones,
un indescifrable mensaje, una ofrenda en el viento
inmenso.
¿De qué cielo cayó esa ave muerta?
¿De qué patio de infancia con reyes desnudos envueltos
en hojas de tabaco, en la raíz del corazón y fugaces estrellas en labios de
sirvientas]
entrevistas a la orilla de un río llenos de pepitas de oro?…
Nada sé. Sólo narro los hechos.
Lo sucedido.
Y tan lejos, Maqroll el Gaviero repite su insondable
melopea,
su abalanza fanática por tesoros inválidos,
por las grandes promesas incumplidas,
por todo esplendor en la corriente, por toda gracia recibida
en la tierra y su calor animal,
en un paisaje amenazador
como esos pálidos cielos de sol ciego sobre espumas
en la playa donde van a morir los alcatraces.
[Enrique Molina]
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