|  | El ser anida en el hombre y en 
                  el joven;una daga noble —con alma de Toledo
 duerme en 
                  la esquina del tiempo;
 ellos son sueño, vigilia, 
                  polvo—,
 atónita hasta el miedo,
 derrama su destello de 
                  oro y plata.
 Ellos se ven.
 Permanecen callados,
 la 
                  avara lengua les niega el vínculo.
 Siguen 
                  callados.
 Siguen, como el tiempo,
 como la vida.
 Su 
                  soledad les ha deparado
 el castigo de la memoria.
 
 Se 
                  ven de nuevo y callan.
 Deambulan dentro del espejo.
 Como 
                  un tigre frente a otro tigre.
 Como un hombre frente a su 
                  presa.
 Como siempre ha sido.
 Como en 
                  Andalucía,
 Tenochtitlán,
 Gumarcaj,
 Quiché,
 Las 
                  Verapaces.
 
 Da vueltas, entra y sale del espejo.
 El 
                  joven ingresa al universo de fechas
 tutelares. Por fin se 
                  apropia del secreto orden
 que gobierna su pasado.
 Ahí 
                  están Cervantes y Cien años de 
                  soledad;
 Rayuela y los libros de Stendhal, 
                  Flaubert;
 Guerra y paz de Tolstoi,
 arrebatada 
                  paradoja de un ocioso laberinto
 que vendría después; sus 
                  manos se lavan la
 ceniza y se anuncia El Cid y Pedro 
                  Páramo,
 las historias del rey leproso soñado 
                  por
 Asturias como una metáfora impuesta por un
 dios 
                  colérico;
 los viajes de Simbad, como una profecía
 de 
                  Ulises y nuestra prolongada diáspora;
 las antiguas 
                  batallas de los cruzados,
 siniestra anunciación de símbolos 
                  de kaibiles;
 de Las mil y una noches como laberintos 
                  de
 agua que nos acercan a la Alhambra, borrada
 por 
                  devotas manos
 para agredir la dulzura de sus columnas
 y 
                  su luz, tal como en 
                  Chimaltenango,
 Quiché,
 Petén,
 como siempre,
 como 
                  en Bosnia
 y Kosovo.
 
 El ser y todo el yo 
                  congregado,
 en la hoguera permanente de la historia:
 en 
                  el fuego de Alejandría,
 en las llamas del Triángulo 
                  Ixil,
 en las atentas vigilias de los hombres
 por 
                  conservar sus infinitos delirios:
 los libros y los 
                  sueños.
 
 Él ser y todo el yo congregado
 para abrirle 
                  las puertas del jardín.
 A él, el joven,
 que ingresa al 
                  declinar la mañana.
 Sabe que no se salvará de la 
                  agonía,
 a pesar del dolor de Jesús
 o la rebeldía de 
                  Mishima.
 
 Él, el ser, el joven,
 camina hasta 
                  hundirse
 en el pasado cercano.
 Aún con las ruinas 
                  obtiene el don
 de las certezas a medias.
 Su pasado es 
                  similar al del hombre.
 No es el suyo,
 no le 
                  pertenece
 ni pertenece a sitio en particular.
 La miseria 
                  es infinita.
 Así como la noche de Dios es infinita,
 su 
                  paciencia lo es.
 Sabe que no es los otros.
 Entonces, 
                  ¿quién es?
 Lo desconoce,
 lo único cierto es su paciente 
                  capacidad de
 entrever mañanas y ayeres que desembocan
 en 
                  un río 
                  largo,
 extenso,
 amarillo,
 verde,
 rojo,
 rojo
 como 
                  el Motagua
 o el Nilo.
 [Gerardo Guinea Díez,  
     Ser ante mis 
                  ojos]
 |  |