Las luces de la tarde se
demoraban lentas.
Entre un manto tranquilo de gorriones lejanos
crecía aquel sonido:
¡Circo Roma!
¡El mayor espectáculo del mundo!
Y los niños buscábamos detrás de la ventana
del aula los mensajes que alejasen el tedio.
El altavoz de un coche con dos grandes carteles,
un elefante y una trapecista traían
novedades de un mundo distante y misterioso.
Al atardecer fuimos
buscadores de circos.
Encontramos sus grises caravanas
sobre los descampados. Y entre las luces frías
levantaron la carpa de las ilusiones.
Se quedaron allí todo el invierno,
y después de la escuela la cita siempre estuvo
en la jaula del tigre y en remolques
pintados de tristeza.
Se mezclaron por nuestras empinadas
callejas, por las tiendas, por los bares,
por la vida pequeña de un pueblo de interior,
dormido entre montañas.
Y cuando ya empezaban a formar una parte
de nosotros, se fueron,
una mañana gris del mes de marzo.
Después el tiempo puso
sobre aquel descampado
una gasolinera.
Y a mí me encaminó
por senderos de libros y abandonos
en ciudades lejanas.
Y como rescatados de
aquel mundo perdido
en este atardecer pasaron por mi calle,
este desfiladero de coches y de sombras.
Cruzaron con sus viejos altavoces:
¡Circo Roma en esta localidad!
Y dejaron el rastro, las huellas de mi infancia,
la que sólo regresa cuando cierro los ojos.
[Diego
Reche]
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