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[Víctor Sosa (Montevideo, Uruguay, 1956-)]

 

 

El sordo y el arte de la cetrería

Esfera

(modus vivendi)
[(modus vivendi)]

Negación

Ni luna ni ola..

Orígenes

Ováricos febriles

Sísifo y los caballos
Trepanación

 

 

Sísifo y los caballos

Hay que imaginarse a Sísifo feliz.
                                  
Albert Camus

Tres caballos después el mundo es triste.
Extremaunción: aguas hirviendo
sobre la arteria azul de los cuchillos y
mustia Ofelia flota entre el mohoso maderamen.
Tres caballos, tres tártaros jinetes avanzando
hacia el lunar dudoso, hacia el ladrido
feroz de no me toques. Tócame ahí
donde duele (dinastías, peroné, Nairobi),
duele el daguerrotipo de la forma (equinos). 

Eleutheria es libertad. Tiembla, entonces,
la tierra -;- trepida la tiara ante el presagio
o ante el diapasón del bisturí del tigre
saltando y asaltando en el tremor; relámpago
el dédalo de ojos, el porvenir de cicatriz
sobre el difunto domo del intruso. Espanto es poco.
Los caballos se erizan desorbitando ijares y belfos
babosos ante el fragor de olfato de la bestia. Pero
no cejan. Avanzan sobre los orines del mojado
y adrenalina exudan en ese entrevero de las lanzas.
¿Qué pasa aquí? –preguntan. ¿Hay alguien
aquí? –preguntan. Saben que duele pero
no saben qué es que duele. Mascan
ceguera, máscaras alzadas en el ristre del sueño
de la sangre -;- de pronto, un ruiseñor.
Pacto. No, pacto no;
tregua en la trifulca: láudano, laudes.
Cada caballo a su pienso que aún acechan layas asesinas.
Mijo para los bárbaros, algo de arenque y el recuerdo
de unos rasgados ojos de mujer (protuberante
prole de aminoácidos sus hijos). Todo
es nube. Núblase llueve. Carece
de patria el paria pero baila. Alcoholes,
tantálicas palmeras en desierto. Tócame; no
me toques. Sentar sentido entonces.
¿Quién piensa en el sentido? –dicen.
¿O en el destino? –dicen. ¿Instinto?
El potro aún vivo en el perineo del caballo; la
yegua alazana muriendo en su salmuera. ¿De
qué? –preguntan. ¿De qué qué? –preguntan
sus ojos; la fijeza de los ojos idiotas de la yegua.
Fisión en el fibroma (conocer es unir). La del-
gada retícula natatoria en los palmípedos; tiembla.
El bambú en la oreja del enjambre; tiembla.
Los caballos; tiembla. Tócame ahí –dice y estira
hacia la mano la raíz del ranúnculo, la herida es-
talactita del molar. El diminuto pie curvo que se enanca.
No toques que duele –dice, y sangra. Tiembla la
trinidad equina. El triunvirato de piafar
sobre la sólida gamuza ensangrentada. Púrpura.
Pleonasmo en los relinchos; pingüinos a lo lejos
olisqueando. Y si me toca, y si no me toca. Morir.
Dame la mano que te daré azafrán: pon la palma así. 

Equus la pezuña. Es que Eleutheria es libertad
(originando las tropillas que a veces pueden verse).
Pero se dice poco (tres caballos); casi todo
lo que se dice, dice poco. Cabalgan.
Sísifo es feliz.

 

 

 

 

(modus vivendi)

empinado en la rama; retráctiles
las garras.
pulsión de sangre
ante su presa el tigre

salto y sobresalto: una
única chispa; inmóvil
anochece.
 

 

 

 

(modus vivendi)

empinado no galho; retráteis
as garras.
pulsão de sangue
ante sua presa o tigre
salto e sobressalto: uma
única chispa; imóvel
anoitece

 

 

 [Traducció de Claudio Daniel]

 

 

 

 

El sordo y el arte de la cetrería

 

El odio al oído no lo inmuta; sí la mueca en el mameluco metalúrgico y ese cacareo inhábil y nihilista que lo asemeja, de perfil, a Nagarjuna. Pinta adiposa cana. Camufla el look. Algo comparte, pero poco. Cuando lo encontraron deshecho en el desierto con la dentadura delantera tendida en el detritus, castañeteaba. Lo reconocieron por el bajorrelieve del injerto (dragón Wang Wei) debajo de la ingle. En esa enrarecida atmósfera los ojos, tanteándolo todo por las comisuras. Foto fija (la mujer policía lo patea), con ánimo de dolo pero sin el orificio de salida. Ayunando sobre la destartalada silla de montar, derecho va el viejo. Después atún hasta el hastío en los esteros. Ranurada la frente por el roce del zarcillo; corva la boca; el índice desguarnecido de falange por un inoportuno tracto al tramposo deshabillé de la heroína (qué badulaque: activó automático el obús) allá en los tugurios caseríos de Altagracia (región renana, al sur; nunca se puso el sol en ese enero); la canana abotonada en la chaqueta militar (federalista hasta en el tálamo nupcial, maldecían los empalagosos herederos) oliendo a almizcle, a pólvora, a la anarca leucemia de Durruti, Si lo torturaban escribía rencor con el muñón del palmípedo intermitente (cría de ganso) sobre algún algodón traído por las indias. Se durmió en el alero del aljibe una vez que hubo merendado toda la salmonella del rector (alguien alquitranó ese taburete). ¿Y? ¿Lo mataron? No, no lo mataron; solamente hirieron su moral. Después de la trifulca (Sarah Bernhardt) se le ve siempre solo, nadando sobre los facciosos cuarzos, mariposa. Piedras le arrojan los gurises guaraníes (guachos de mierda, susurra anfibio el sordo y lanza en quechua un chijetazo que abrasa hasta media ladera del volcán) y, para colmo, los expósitos guarros relojeros guaseando con el acné entre la piscina y la vecinita de la central nuclear. Qué combo, todo. Alcanzar la otra orilla. Asegurarse un jubiloso retiro en el alcázar (como querían los padres de la Iglesia) y dos más dos son cuatro. Pero a nado no llega, sin ayuda (arriba) de los del helicóptero. ¡No va a llegar a nada! le gritan los esbirros del gramófono (Leticia alza su falda, acuclillada como de costumbre sobre la porcelana del bacín, enseña al sordo el metálico bisturí y, en la entrepierna, la tatuada rosa pecosa calcada de la poblana talavera). Entonces sonríe, sordo a la canallada soldadesca, se sacude. Seca el suspensor y los supositorios en la rama (arrayán, o mirto) y mira hacia lo alto de la senda, hacia la cimarrona hipotenusa entrando en selva, en ascuas (¿será que así se dice?), en el tobogán de una ventura asíntota y grandota. Hay fiesta en la favela (paella, champaña y chimichurri), hay un halagüeño sueño novo que se delata en el sabor del vino y la morcilla. Bailen, batuquen, bésense (tambaleando en el terreiro espeta el sordo); saluden hacia el cielo lo que pasa (hala la Virgen ala) y alabados los beodos, las medusas, Lisístrata alabada. Tratan de asirlo los carabineros por la espalda pero no se animan (para lo que les pagan) así a entrometerse en el barullo; que se embadurnen todo lo que quieran, que alharaca la caca y el incesto; después de todo, nunca en su jurisdicción fue consumado (salen del servicio). Suenan timbales si Prusia capitula; clarines suenan si zozobra Alsacia; raya Brahms con los dedos una saya y ruge al nororiente el Brahmaputra. Psilocibina para el palafrenero de Versalles, piden en las pancartas doce provos (“Aunque usted no lo crea: Cristo vive”). Un susurrado samba en latín triste clausura el carnaval. Buenas pasturas el siroco augura; repletas atarrayas: guacamayas. Una flauta de pan y un pastoral Virgilio sin su Dante despiertan al troglodita sordo de su siesta. Soñaba con Fourier (californiano), con treinta y seis estampas de Hokusai (Colección de Rigoberta Menchú), con Antonioni, con alas para hablar tal vez de Mitla, todo, y las Enéadas; soñaba (Martha Graham) con regresar catecúmeno al Mar Dulce (Verona queda para el otro lado) tras tropezar tres veces con el brillo volátil de un martillo. No se pudo; la puta que los parió (y de poderse, ¿qué?, diría Pessoa). Nadie salude al rey que va desnudo. Nombren fiscales en la Noche Triste (cortesía Renault) y si a la larga algo recolectan o atesoraran (intestinos delgados por ej.) sosiéguense en el fuego de la dádiva y al carbón lo que sobra y a la soga (cordel) toda la carga. Eso, desperezándose, pensaba; perplejo en la quietud del que examina y en la exención (enhorabuena) de las meticulosas medallas asesinas. Can-can las chicas, los toreros lodo hasta en la zapatilla salpicado. Un ciclo de preguntas que genera un inconcebible ciclo de respuestas. Un anhídrido aquí, un categórico helio en cualquier parte; un hoyo negro en la verruga del bonsái; una enorme tararira nada nuda; un halo (oro) en la coronilla de los bizcos; un ciempiés que se aleja en cuatro patas; un tiroteo detrás de las pelucas; una estela o bandera de malhumoradas uñas de elefante; un sorpresivo graffiti trazado sobre el cuasar; una atonal cantata en los incendiados gasoductos. Qué paliza en el polvo la polenta (mientras alguno la vértebra le arranca), qué nitroglicerina en tren expreso (de 2 a.m. a 3). Porque quietud, quietud, que bien se sepa o que algunos suspicaces lo sospechen, no hay, no habrá, no se conoce o hace tiempo no pasa en este entierro. El tiempo es una bomba acústica acatarrada entre los intestinos de las hadas. La gama del Omega en el cucú del péndulo sopesando el inminente knock-out técnico. Y el mundo es flor de un día Quetzalcóatl. No te ilusiones porque no hay, Narciso, nada dentro del espejo. Gusanera de agua, silogismos, un diástole que dura hasta el solsticio y que, reverberando allí (fractal hacia su Andrómeda) gameto tras gameto curva cruza. No hay libertad (palabra swahili) gravitacional en la galaxia, hay un chorro de luz de alta frecuencia eyectado hacia el lóbulo. Y las preguntas migran: ¿Cómo es que no se expande y/o destruye el chorro a través de cientos de miles o de millones de años luz? ¿Qué es lo que lo mantiene confinado? ¿Por qué sale en forma de chorro? ¿La apariencia de pelotitas se debe a inestabilidades del chorro o es arrojado así el material? ¿Por qué y cómo desemboca en los lóbulos? ¿Qué mantiene confinados a los lóbulos? ¿Por qué las radiogalaxias son elípticas? ¿Por qué las más potentes se encuentran en los centros de los cúmulos? (Fig. 37. Imagen de la radiogalaxia NGC 1265 reconstruida por computadora.) Se cree que lo que puede producir la curvatura de los chorros es la presión del medio intergaláctico, se oye decir. ¿Y Dios? ¿Alguien entre los torcidos intersticios dijo Dios?, se preguntan los mellizos del psiquiátrico. Nadie alba la voz, nadie se mueve: el chorro, la migraña, la longitud de onda de la acacia, el corrimiento al rojo del hidrógeno. (Años más tarde, Greenstein comentaría: “Fue un caso típico de autoinhibición de la creatividad por exceso de conocimientos formales.”) Menos mal, la palabra; mendigos hasta en eso, sosegándose; asiendo en el radiotelescopio alpina altura y en la adicción de más (o en la de menos) un raleado muaré de fina presea bautismal. Altamira, mantel y monolito. Velas, dos copas, un verso, Garcilaso (“Corrientes aguas, puras, cristalinas”) entre las aromáticas glicinas (si te empalaga el espumoso vino te halaga la mirada de menina). Nada más que escuchar: el pecho abierto y el rubí de la cara y en las manos marfil, entrelazadas. Ah, luna oculta Amor en tus secretos. Déjame adormecerme entre la bruma; perderme pido en un silencio incierto y que Caronte reme hacia los muertos. Y nada, sin embargo, enturbia el vidrio. La masa minusválida indecisa drenando al viejo conejo en la galera y cuarenta cornudos en la cola recién diagnosticado el socialismo. Qué panorama, ¿no? Si hasta Epicurio ríe (como se dice por ahí: se desternilla en la silla del círculo polar que fabricó Alighieri). ¿O no se dan cuenta de nada? ¿Con tanta clase, acaso, no multiplican consecuencias? ¿No Heráclito? ¿No quizá ni Lao-Tsé? Un Séneca que silba, distraído, atrae a los cetáceos. Habla un delfín amable; el perro blanco viejo de Spinetta sacude en el Jardín de los Presentes sus aletas. Tordo, alacrán, herbívora vicuña, volátil marinero el gavilán y su hermana jirafa en la sabana. Sesudo invertebrado, tunicados, mares que a la medusa nunca alcanzan, anfibia coralillo de colores que cruje, cambia y, en el verano, croa. Todo es un porvenir pretérito de formas que al movimiento de la luz incitan. Busca un lugar mejor, en los confines; afina aguda puntería el pico; apostate entre los bustos más idílicos (que en Compostela sobran), pero ni aún así trovar podrías ese indiviso friso al paraíso. Indurada lesión el pensamiento que en cráneo inapacible tanto tensa. Tasa, mejor, tu pena, tartamudo. Para evitar excesos, evalúa. Constata (como aquel, en Éfeso, lo hacía) todo aquello que pasa: lo que piensa el piadoso y lo que se le ocurre al poderoso; lo que mancha o lastima, lo que a la greda ensucia o sala encima; lo que en el esperpento al gozo obliga y aquellos alimentos que hacen hablar demás a la barriga. Deja de andar rengueando en la saliva, soplando inútil vela en ese mar; mejor, ajústate el cinturón, toma la azada, rotura tu jardín con tal ternura que, sola, la pereza se disipe y empieces a sentir que así exististe. Fósil de mí, de ti, de agusanados lirios espantosos, de pedregales harto presuntuosos, de filiforme fascia radioactiva. Bebe en la fe sin Dios el desatino que en cáliz de agua transparenta en vino la nada que la ninfa deposita: faunesa japonesa que en ti habita. Ah, Amanita muscaria; ah, Antracita; ah, águila tan ágil e imperial; ah, Anita y Esthercita, Ivonne de Bonn; ah, Olga rusa y sucia; ah, Úrsula que a los viajeros desde esos Urales precipitas. Espesura madura en la botánica jungla de una ranura consagrada en boca. Voto mayor no hay, salvo el silencio. La voluntaria Trapa de la amígdala que te exonera de la tórpida tos de la palabra. No me digas que sí, no me digas que no. Mejor, no digas nada. Átate el cartílago del habla al alto mástil y, sereno, sonríe a las salobres edecanes que Ítaca te espera. O no te espera (acá nada es seguro, Minotauro). ¿Entonces? ¿Quién dijo que la sombra duele menos? ¿O que el sol duele menos? Ah, la sombrilla; la reposera o tumbona sobre el vaho del azufre que vomita el géiser en los tórridos témpanos de Islandia (glaciares, volcanes y viruela, s. XVIII). El chantilly de una eyección que empapa la ionosfera y salpica hasta el báculo papal. La Vía Láctea que escupió Herculano emanada, a presión, de esas potentes tetas de Atenea. La creación es caldo caliente de cultivo. Arde el placer y goza lo que arde. Quema el que ama todo y cauteriza. Mono de fuego entrando en la rompiente y derritiendo oleajes con su cola. Ola, la cascabel, que antorcha agita mientras el tigre aliento resucita: cada raya un dragón, cada partícula ejércitos de garras premedita. Mundo: como vos ya no hay dos (exagera el sordo emocionado); cuasares, galaxias, nebulosas, horizonte de eventos de partículas: todo en temblor en esa milicia del amor (militia amoris, en latín de Ovidio), en esa fuga, Febo, de Dafne hacia la madera del laurel. Metamorfosis sin metalingüística; una física celeste de fusiones que canta aquí y ahí, que ensaya más allá, quemándose en el lactumen de lo fólico. Es que (razón habrá que darle a quien lo dijo) el mundo está bien hecho (Auschwitz-Monowitz & Auschwitz-Birkenau). El mundo (ah, parapléjicos), parece que está bien.

 

 

 

X

 

                              Se ha puesto el gallo incierto, hombre.

                                                                             César Vallejo

 

Ni luna ni ola en este silencio: sólo

tu cadáver –tu cresta de opio-, tu luz

de día artificial en cada arteria.

No naces, bardo, todo te ausenta

tigre en la cal de su pezuña, pero

por si algo pasa el pez se crispa: su sedal

de zapa saca a relucir el arpón de escamas,

la lira del dolor; ni luna ni ola ahora

una eclosión de eclipse total; unión

de eccema en ecce homo coronado,

¿coronado de qué? de espinas, de espinas

ulcerando (lesión de los tejidos vegetales)

lacerando el capitel en esa fricción

del que restringe y se desangra: César

por ejemplo; políglota el peruano en su alcatraz.

Ave! No salgas –dijo- porque hoy

ni luna ni ola ni adiós; odio

tanto desierto.

 

 

[Decir es Abisinia, Universidad Iberoamericana, México, 2001]

 

 

 

 

Negación 

 

Ni cruel abril ni ángeles terribles ni pedra alguna nel mezzo del camino ni cantos ni alto azor ni tristes trilces ni ¡zas! de rana sobre viejo estanque ni aullido o kadish o dorado tigre entre hexagonales laberintos ni oda marítima ni transiberiano ni flor del mal o iluminaciones en infierno ni más ni menos médula en mi mito ni cántico en Carmelo ni en ese otro monte un mal dolor ni cementerio hay ni ya marino ni dados abolidos al azar ni haedo o dios pequeño es el poeta ni rejas el lenguaje ni las palabras puentes ni nadie espera bárbaros en Ítaca ni galaxias concretas entre campos ni zen entrando adentro en la espesura ni barca del amor destartalada ni querer verde al verde ni alguna belleza convulsiva ni soledades ni primeros sueños hacia la fijeza del imán ni zaúm ni taoísta mariposa ni canto a mí mismo o general ni subdivisiones prismáticas ni idea ni ya nanas ninguna a la cebolla ni Alicia ni amorosos alacranes ni polvo será ni redondilla ni palabras en libertad ni endecasílabo ni himnos órficos ni bodas entre cielo e infierno ni esperanza o Godot ni muerte sin fin ni bienhechor vedanta para el verso.

 

 

[Nagasakipanema]

 

 

 

 

Trepanación

 

La trepanación tardó tres días. Mientras tanto, incesantes los tambores anestesiaban al guerrero en Nazca. El bastón del tlatoani entre la glotis hacía las veces de sedal amortiguando ese indeterminado, molar castañeteo. Las armas dormían: la obsidiana, el bronce vengador, el browning anterior a los balazos, volvían ahora al barro y en la noche una lejana quena exudaba una queja. Abovedadas hembras abanicando con sus vientres el incienso, espesando con menstruales contoneos el hospitalario carbono de la cripta. Un horror sagrado masajeaba el común tendón de los presentes. Cuarenta días después asomó el Sol tras el Chimborazo y la gritería se dejó escuchar hasta en el Chaco. Lo alzaron con poleas y con vítores y -cual andino Lázaro- paseáronlo entre las montoneras de vicuñas. Ahí resplandecía el trepanado. Untado hasta el talón con brea abrasiva extraída del árbol del amate, fue perdiendo pelambre y pecas hasta ganar una lisura muy similar al ébano. Luego pirograbaron, sobre sus glúteos, códices; entre omóplato y omóplato un himno -quizá apócrifo- de Homero; en el fornido tórax Iguazú con espuma hasta la pelvis; Anacaona en hombro; un tigre en la entrepierna del bambú; coralillo anillada en esas ligaduras de Falopio; tsé tsé sobre la tibia y -cambiante ante el digito- un virtual Taj Mahal en la clavícula. Compareció, después, ante el consejo de ancianos para beber la sacra pócima de los inmateriales. Domó el fuego de Heráclito al andar, siete veces seguidas, por las llamas; dejóse morder por áspides y cobras y por el lenguaraz dragón de Komodo; cesó respiración y parpadeo (pasado meridiano) hasta la alta anorexia del miocardio; hibernó en pantanal sin ajolotes; polucionó sobre los aserraderos engendrando una incandescente raza de asteroides; durmió, sin ser lavado, por decenios. Pero la septicemia -más la varicela de los almirantes- no se hizo esperar. Al año de la consagración y ya olvidado por los medios (Evita fue Miss Mundo) se le veía vagar hablando solo entre los señoríos y chinampas. Farbullaba un quiché de raíz quechua que, por tan asonante, remembraba a Novalis. Le preguntaron por su patria y dijo “dos”, por su madre y dijo “siete”, por el destino de su estirpe y entonces orinó con la mirada hacia el poniente. Sólo en la tercera tomografía entendieron que el demente decía la verdad. Señalaba su sien levantando las cejas y cuando ubicaron la craneotomía hubo un júbilo olímpico entre los taxidermistas y radiólogos. Luego del beaujolais llamaron a la calma para auscultar la acústica. Se examinó el cenote hasta con láser pero el zumba-que-zumba ahí no se oía. Le huracanaron una azotaina con los sables para que repitiera la palabra “deber” en alemán, pero por el leporino salía sólo un airoso Der Messias (Händel) que los rústicos godos no entendían. Después de desoído, por orden del virrey lo incineraron y detrás de Bandurria dejaron caer el polvo modificando, así, la pampa para siempre.

 

 

[Nagasakipanema]

 

 

 

 

 

Orígenes

 

En el origen fui un quark. Mis bracitos eran de materia, mis trencitas de antimateria. En esa época el universo tenía el tamaño de una pelota de béisbol. Nací, sí, en la Era Electrodébil -me enteré por Hawking- mas en principio guardo una preciada incertidumbre. Mis hermanos antiquarks me aniquilaron, como en el Popol Vuh, pero nadé en hirviente mar de plasma anterior al esperma. Entre plasma y esperma, las galaxias. Mis piernas, mis tobillos, se enfriaron; cuanto más me expandía el estirón gravitatorio –giré años luz como una patinadora sobre hielo-, el helio intermuscular de las galaxias me hacía a su vez oval y espiralada, parecida -aseguran- a un Helicobacter pylori, pero me llamo Andrómeda. Si me agito me acaloro. Choco en mí, colisiono. Cuanto más me contraigo más reluzco. Reata aunando estrellas, trisco, traveseo en ese jardín de neutrinos y electrones. Porque energía es mi ángel. Una pequeña porción de dicha energía alcanza a la Tierra –una pequeña porción de dicha, es suficiente. Sirio (en griego) es cruel. Otros le dicen Can –pero ¿cómo o con qué juzgar a una estrella? Todos fuimos ellas. Fabridos en esos yunques relucimos. Pesados unos (tal vez con más carbón que de costumbre), etéreos otros, desatados. Yo, me peino. Así me contraigo y me distraigo en esa nucleosíntesis astral. Soy una mariposa, sí, pero mi faldita no es de obsidiana. Aspiro el éter, aspiro al eterfinifrete1, asciendo haciendo un canto tan sutil que nadie entiende. No soy enana, y aún no me deshago de mi atmósfera como se deshará -algún día- el Sol y la serpiente. Me estiro como tigre –igual que Rojas. Mi destino es supernova: superar en luz a mis iguales y después detonar sin partenaire. Partir al gas, al árbol, a Maitreya, en una elongación de mis pecíolos que hará bailar en su caverna a la tarántula, salir, mirar y preguntarse si esa luz es de Dios o es Maldoror. Hay bestias tan efímeras como las sanguijuelas o los hombres, como aquel saurio rex o la bacteria que produce el chancro. Un arzobispo alemán, Nicolás de Cusa, dijo en 1450 d.C. que las estrellas son soles con sus propios sistemas planetarios y que posiblemente en alguno de ellos pudiera haber vida, pero casi nadie le hizo caso. Al igual que De Cusa, yo me deshago, me desecho, me ablando para endurecer. Soy planta industriosa, soy planeta; soy santa, soy un hongo, soy Sabina; soy un quásar de azahar a la deriva. Sólo si me disgrego, si me aplano -cual pizza girando para adelgazarse- sólo si me extingo no perezco, y “vivo sin vivir en mí” como vivía, en Ávila, Teresa. Qué tesón hay que tener para saber orbitar en la entropía. Desmembrarse está bien, pero con orden. Masa no es -y lo digo porque lo sé- volumen. El caldo condensado sabe más. Ah, si supieran. Pero el único que supo fue Pitágoras; del volumen, y de la esférica música. Después de todo sin detritus no hay galaxia, no hay Urano ni Júpiter que valga. El volumen afecta a la audición, a la atracción del que, succionando, nos seduce. Volviendo al tema: en el origen del comienzo yo fui un quark; ahora, una anémona, un astrogeólogo, un gato en su gameto. Soy sismo en grados Richter y expectoro, soy todas las danzantes parturientas, la que menstrúa arriba de la flor, la que masca la coca entrando al cráter, Coco Chanel, la chica de Ipanema, Nadja en Breton y Bovary en veneno. Vengan a mí los niños, los -como en Hamelin- roedores, los desintegrados por la religión y el opio, los mansos, los bellacos, que venga Napoleón y venga toda Rusia al mismo tiempo. Soy la que Soy -sin tablas y sin ley-: piso, soplo, destruyo, suculenta. Agito la sonaja: el agua arde; silbo y se cimbrea hasta la catarata de la gárgara; sudo, y diluvio; mi clítoris es Everest; mis Himalayas, ubres que aúllan en sus cordilleras; miocardio en alto el águila y serpiente, en lidia y en faena permanente. Fui flúor2 en la fuente y el apócrifo vino de Caná, y el Hijo inmune al himen (“¿Qué quieres conmigo, mujer?”) y la Cuatlicue que devora astros en el fondo sin fondo de su fe. Fui quark, fui fusta sobre el lomerío de los mundos, y un patito (en baquelita) que apretándolo hace cuak! 

 

 

[Nagasakipanema]

 

 

 

 

Esfera

  

Parece que fuera a estallar pero no estalla. Está debajo del agua, de un color anaranjado y, al tacto, se siente aterciopelado como la cabeza de un bebé o de un armiño. Se ubica a una profundidad considerable, a tres kilómetros de la costa sobre un banco de arrecifes que circunda el atolón coloreándolo como una acuarela de Odilon. Esférico, se diría un aeróstato si no se asemejase más a una gran pelota de básquet recubierta de líquenes. No, no va a estallar -les digo a los temerosos para que desactiven los arpones-, si lleva centurias o por lo menos décadas en esa posición de loto en inminencia, de embelesado Big Bang que a Dios espera, de maratonista (100 m planos) en el resbaladizo resquicio de la alberca (honda pero no olímpica) segundos antes del pitido del tren. Pero el que pita es el prefecto con la intención de hacer circular a los intrusos, aunque nadie se mueve. Las madres manotean el salvavidas pero se atrincheran en una resistencia civil que desmotiva al pelotón de artilleros acelerando la oxidación de la corveta. Terminan por irse. Queda sólo el cadete de la polaroid entreverado entre los turistas tunecinos. No va a estallar –tranquiliza a la tropa el vicecónsul pero supervisa el suceso por circuito cerrado y a distancia (vive, desde abril, en Nueva Delhi). A la mañana siguiente desembarcan del Jerusalén los nueve buzos con sonda y sandwiches y adoctrinados delfines antidoping. Zumba el tictac del estetoscopio en la superficie enrarecida mientras las multitudes le arrojan a la esfera serpentinas y ésta vira del naranja al amatista, pasando por el ópalo y opacándose definitivamente en antracita. Fotografían el globo por el lado oscuro y toman muestras de su vello para una prueba de cultivo. Mientras se dilucida o no se dilucida, avanza el cardumen (parece que son anchoas) burlando a las erizadas atarrayas. No va a estallar -repiten- pero vigilan de reojo con esa infantil curiosidad de a ver qué pasa, de olfatear el magneto, de si en una de esas alguien aprieta demasiado y cataplúm la borda, Krakatoa otra vez (como en 1883) en aquel calcáreo, enfurecido piélago. La gente quiere langosta, jinete, Apocalipsis; quieren del tigre la trapera zarpa sobre el domador desprevenido; quieren del áspid su Cleopatra herida, su glándula en el bebedizo de los Borgia, su remembranza de Judas en el beso. El suceso es mejor, el clímax en exceso, el nanosegundo de la orgía es preferible a la eterna ecuanimidad de menopausia. Claro que lo que quieren es que estalle. Por eso están, con todo el pororó de su pocilga, santiguándose en el penthouse de la catástrofe. Mórbidos por cohecho y movidos por ese ácido nucleico (ADN en la hélice), la marabunta se apelotona sobre el talud avituallada de catalejos y antibióticos. Pero no va a estallar, o si lo hace será cuando se duerman, se aburran, se sodomicen sobre el sodio, desconociéndose mejor en sus salivas. ¿Altruismo es o es egoísmo lo que tanto alebresta? Igual, si acaso estalla (es un decir) seguro que la mayoría ni se entera. 

 

 

[Nagasakipanema]

 

 

 

Ováricos, febriles

 

Están los animales de los ovarios y los animales de la fiebre.1 Los grandes vertebrados son ováricos, los grandes invertebrados, febriles. El escarabajo estercolero es una mezcla de ambos. El caballo, sobre todo en estado salvaje (potro), es eminentemente febril. La mosca, ovárica. El ciempiés, el gorgojo visto de frente, el pecarí de collar, el nautilo y la morsa, son febriles. La gallina2 (hembra del gallo) cuando clueca, febril; cuando cacarea, ovárica. El tigre es tigre aquí y en cualquier parte. La jirafa, el tiburón azul (llamado tintorera), el manatí, la bacteria (Helicobacter pylori), el tatú y el koala, son febriles. La vaca casera, el petirrojo, el panda, el lirón enano (hiberna enrollado), la llama quechua, el topo, el pequeño rinoceronte de Sumatra que barrita,3 el águila -sólo cuando duerme- (pero ¿quién ha visto un águila dormida?), el fox-terrier, entre otros, son ováricos. Los febriles atacan por la espalda. Son carniceros casi siempre, inclinados a lo proteico (tofu o tocino les da lo mismo), al buen yantar en casa ajena después del sorpresivo zarpazo a la alacena. Famosos -como el mandril- por familiares, los afiebrados danzan doce meses con sus crías a cuestas en las inmediaciones de las farmacias, los moteles, la Tate Gallery, y algunas abandonadas ferrovías. Regurgitan la presa y la mastican hasta con ella hacer un bolo alimenticio que introducen, a veces a la fuerza o con el pico, en los descendientes orificios. Las crías se acatarran, escupen todo, pero siempre algo llega de esos repugnantes amasijos hasta las vellosidades del esófago. Por el contrario, aplacados por una estoica ataraxia, los ováricos migran sin moverse, ayunan en sus cubículos, desérticos de espasmo, controlando la respiración y el intestino se peinan a la sombra de algún ceibo, se sonsacan la cera, inspeccionan inútiles prospectos con gotero incluido, aman a sus hembras con una delicadeza que parece de ámbar. Pero esta taxonómica diferenciación no es, ni por asomo, en absoluto pura. Venturosamente hoy hay más híbridos de los que pudo inventar el barón Humboldt. Se clonan las sanguijuelas con los patos, la esponja con el oso, las manadas de moscas con la nutria, el mastodonte con el escorpión, el plumado quetzal con el lampiño hipopótamo ungulado. Los diccionarios ilustrados lanzan millonarias ediciones agregando colofones, índices, fe de erratas, imprescindibles apéndices con las siempre incompletas novedades de: moluscos, mamíferos, palmípedos, celentéreos, coleópteros, crustáceos, equinodermos, dípteros y feculencias varias. Ováricos y febriles al fin se trenzan en una fecundación cromosómica enroscada en doble hélice (aquello que los antiguos llamaban ADN) que asegura, sino la perpetuidad del mestizaje, la sospechosa ovación de algunos fervorosos descendientes.     

 

 

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