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[Robert Lowell]

 

Mr. Edwards and the spider
Visitors
[Visitantes]

[Para Delmore Schwartz]

 

Mr. Edwards and the spider
I saw the spiders marching through the air,
Swimming from tree to tree that mildewed day
In latter August when the hay
Came creaking to the barn.  But where
The wind is westerly,
Where gnarled November makes the spiders fly
Into the apparitions of the sky,
They purpose nothing but their ease and die
Urgently beating east to sunrise and the sea;

What are we in the hands of the great God?
It was in vain you set up thorn and briar
In battle array against the fire
And treason crackling in your blood;
For the wild thorns grow tame
And will do nothing to oppose the flame;
Your lacerations tell the losing game
You play against a sickness past your cure.
How will the hands be strong?  How will the heart endure?

A very little thing, a little worm,
Or hourglass-blazoned spider, it is said,
Can kill a tiger.  Will the dead
Hold up his mirror and affirm
To the four winds the smell
And flash of his authority?  It's well
If God who holds you to the pit of hell,
Much as one holds a spider, will destroy
Baffle and dissipate your soul.  As a small boy

On Windsor March, I saw the spider die
When thrown into the bowels of fierce fire:
There's no long struggle, no desire
To get up on its feet and fly--
It stretches out its feet
And dies.  This is the sinner's last retreat;
Yes, and no strength exerted on the heat
Then sinews the abolished will, when sick
And full of burning, it will whistle on a brick.

But who can plumb the sinking of that soul?
Josiah Hawley, picture yourself cast
Into a brick-kiln where the blast
Fans your quick vitals to a coal--
If measured by a glass,
How long would it seem burning!  Let there pass
A minute, ten, ten trillion; but the blaze
Is infinite, eternal:  this is death,
To die and know it.  This is the Black Widow, death.

Δ

Visitors

To no good
they enter at angles and on the run-
two black venicals are suddenly in blue serge,
or the police doing double-duty.
They comb our intimate, messy bedroom,
scrutinize worksheets
illegibJe with second-thoughts,
then shed them in their stride,
as if they owned the room. They do.
They crowd me and scatter-inspecting
my cast-off clothes for clues?
They are fat beyond the call of duty-
with jocose civility,
they laugh at everything I say:
"Yesterday I was thiny-two, a threat
to the establishment because I was young."
The bored woman sergeant
is amused by the tiger-toothed samurai
grinning on a ]apanese hanging-
"What would it cost? Where could I buy one?"

I can see through the moonlit dark;
on the grassy London square,
black cows ruminate in uniform,
lowing routinely like a chainsaw.
My visitors are good beef, they too make
One falsely feel the earth is solid,
as they hurry to secretly telephone
from their ambulance. Click, click, click,
goes the red, blue, and white light
burning with aristocratic negligence-
so much busywork.
When they regroup in my room, I know
their eres have never left their watches.
"Come on, sir." "Easy, sir."
"Dr. Brown will be here in ten minores, sir."
Instead, a metal chair unfolds into a stretcher.
I Lie secured there, but for my skipping mind.
They keep bustling.
"Where you are going, Professor,
you Won't need your Dante."
What will 1 need there?
Is that a handcuff ranling in a pocket?

I follow my own removal,
stiffly gratefully even, but without feeling.
Why has my talkative
teasing tongue stopped talking?
My detachment must be paid for,
tomorrow will be worse than today,
heaven and hell will be the same-
to wait in foreboding
without the nourishment of drama...
assuming, then as now,
this didn't happen to me-
my little strip of eterniry.

[Day by day, Farrar, Straus & Giroux, Inc. New York]

Δ

[Visitantes]

Sin ningún buen propósito
cruzan corriendo por mi dormitorio
dos líneas negras, largas, verticales,
que muy rápidamente se convierten en cuatro:
se trata de los chóferes
de la ambulancia, con su uniforme azul,
o quizá policías haciendo doble turno.
Registran nuestro cuarto, desordenado e íntimo,
escrutan mis cuadernos de trabajo,
a los que mis continuas correcciones
han tornado ilegibles,
y los desechan en ese recorrido
por nuestra habitación, como si fuesen
dueños de nuestro dormitorio.
Eso es lo que ellos hacen.
Me atosigan primero y después se dispersan...
¿Inspeccionan, quizá, buscando pruebas,
mi esparcida ropa por el suelo?
Están ellos más gordos
de lo que sus deberes les exige...
Con cortesía burlona ellos se ríen
de todo cuanto digo:
" Ayer tenía yo treinta y dos años,
una amenaza para la autoridad
al ser todavía joven." La aburrida sargenta
se entretiene mirando al samurai risueño
de colmillos de tigre,
que muestra la pintura japonesa colgada
de la pared del cuarto... "¿Cuánto costará esto?
¿Dónde podría yo conseguir otra?"
Si la luna ilumina la oscuridad, yo puedo
ver a través de ella...,
ver una hermosa plaza londinense en donde
uniformadas vacas negras mugen,
rumian con la rutina de las motosierras...
Mis visitantes son una buena carne
de res para banquetes,
hacen que falsamente uno perciba
que está la tierra bien fundamentada,
mientras secretamente se dan prisa
a telefonear desde sus ambulancias.
Click, click, click, hacen las luces
azules, blancas, rojas, mientras brillan
con una negligencia aristocrática...
¡Cuantísimo trabajo!
Cuando a mi habitación vuelven todos juntos,
estoy seguro de que su mirada
no se ha apartado ni por un segundo
de sus propios relojes.
"Con cuidado, señor, más despacio, señor."
"Señor, el doctor Brown
estará aquí dentro de diez minutos."
Mas en lugar de eso
una silla metálica se despliega en camilla.
Estoy tumbado en ella y bien atado,
pero no así mi mente que va de idea a idea.
Ellos siguen moviéndose.
"En el sitio al que vamos, Profesor, a llevarle
no va a necesitar ninguna obra de Dante."
¿Qué necesitaré entonces en tal sitio?
¿Son quizá las esposas ese ruido
que escucho en sus bolsillos?
Sigo con atención el modo del traslado,
rígido, incluso agradecido, pero sin sentimientos.
¿Por qué ha enmudecido mi charlatana lengua,
tan amiga de bromas?
Alguien debe pagar por alienarme
y mañana será peor que ahora,
el cielo y el infierno me parecen lo mismo...
Debo esperar premonitoriamente,
sin sacar beneficios de este drama...,
suponiendo, lo mismo antes que ahora,
que esto no me ha ocurrido...
Es mi porción de eternidad pequeña.

[Día a día, traducció de Luis Javier Moreno, Losada, Madrid, 2003]

Δ

[Para Delmore Schwartz]
(Cambridge 1946)
 

Ni siquiera conseguíamos mantener ensendido el horno!
Incluso una vez desconectado,
el anticuado
refrigerador gorgoteaba gas mostaza
a través de tu casa amarillo mostaza,
estropeando nuestra tan trabajada visita
del hermano de T. S. Eliot, Henry Ware...

Tu pato disecado se inclinaba hacia Harvard desde mi baul:
su pico era un silbato negro, y su ceño
era alto y más delgado que el pulgar de un bebé;
Sus membranas eran tan duras como las uñas de los pies
aferradas a su rama.
Fue tu primera muerte; habías corrido con ella a casa,
conservada en una papelera de lata llena de ron-
miraba a través nuestro, como si hubiera muerto borracho perdido.
Debes haberle sujetado los párpados con un clavo,
y aún así vivía con nosotros y nos sostenía la mirada
Rabelaisiano, lúbrico, drogado. Y allí,
Encaramado en mi baúl y en mi mesa de escribir,
refrescaba nuestra Angst
universal durante unos instantes, Delmore. Bebíamos y observábamos
las cobardes sombras del mundo.
Compañeros submarinos, noblemente enloquecidos,
hablábamos hasta hacer huir a nuestros amigos. «Que Joyce y Freud,
los Maestros del Gozo,
sean nuestros huéspedes aquí,» decías. La habitación estaba repleta
de humo de cigarrillos que circulaba en torno a la paranoide
inerte mirada de Coleridge, recién llegado
De malta-sus ojos perdidos en su carne, los labios calcinados y negros.
Tu gato atigrado, Oranges,
Se revolcaba de gozo hecho una pelota de bufidos.
Tú dijiste:
«Nosotros los poetas en nuestra juventud partimos de la tristeza;
de aquí que al final sobrevenga la desesperación y la locura;

Stalin ha sufrido dos hemorragias cerebrales!»

El Río
Charles se estaba haciendo de plata. En la desvanecida
luz de la mañana, hincamos el
pie
palmeado
del pato, como una vela, en un cuartillo de ginebra que nos habíamos liquidado.

[Antologia, traducció d'A. Resines, Visor, Madrid, 2003]

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