El tigrero
Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera
ya viene punteando el alba
con su flor sanguinolenta.

Caballero en su caballo
que es noria de buena rienda,
anda Feliciano Díaz
rastreando al bicho en las sendas.

Bicho lo llaman al tigre
para que no se aparezca,
porque nombrarlo derecho
es invocar su presencia.

Adónde andará el overo
el cuatrero de la selva,
durmiendo la sed saciada
en las vertientes bermejas.

Veinte perros sobre el rastro
tienden las narices huecas;
instinto y miedo humedecen
el sudor de la maciega.

Algunos caschis tiernitos,
con la cola entre las piernas,
se vuelven buscando el rancho
cuando los rastros ventean...

A la sombra del jinete
pasa tatuada la tierra,
repujaron las pezuñas
la flora de las polvaderas.

¡Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera!

Bajo el coleto enterizo
va el hombre con su conciencia,
con los ojos divagando
sobre el azar de las huellas.

En la órbita del sombrero,
choteando sobre las cejas,
giran números impares
de la cuervada agorera.

Madre del Monte, el ubicuo,
mágico dios de la selva,
mostrará en signos cabales
si ese tigre está en su estrella.

¡Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera!

¡Ay, corazón del tigrero
que se encontró con la huella,
y presiente que se anuda
su propio destino en ella!

Ya no cifra en su baquía
sino en la suerte hilandera
que trama en un acertijo
los senderos y las venas.

Miel de los ojos del tigre
lame su alma solariega,
miel del verano dorada
que brilla en la sangre fresca.

Orillas de un río muerto,
medio enterrada en la arena,
sus ojos de luz puntuda
encontraron la tambera.

Castaño el pelo lustroso
virgen de mano puestera,
rubias las guampas nuevitas,
filosas de luz melera.

Orejana hasta en el brillo
que en los ojos se le quiebra
como en dos gotas de goma
asombradas de inocencia.

El tigre no come nunca
lo que el hombre manosea
por un pacto misterioso
de instinto e inteligencia.

Y cavila Feliciano...
mientras la perrada husmea,
tomando el olor a tigre
que trasciende la tambera.

Del chifle se empina un trago
puñalador de ginebra
que cabeceada con pólvora
está pulsuda de veras.

Como no traía chala
armó a la moda pueblera,
humándose un papelero
armadito con bandera.

Chuspa de buche de suri,
arriaba su tabaquera,
una pizca de Virginia
de las del Valle de Lerma.

¡Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera!

Valor y miedo son uno
la ocasión los diferencia,
y suele la cobardía
ser hija de la prudencia.

El corazón del tigrero
su brío macho sopesa
y arma en los músculos tensos
como una trampa la fuerza.


Nadie la lleva segura
cuando el overo se enfrenta
porque al verse acorralado
se jugará su entereza.



Por eso que Feliciano
mientras va fumando piensa
que su ley y la del tigre
es vivir de la violencia.

Al fin al animalito
un día el hambre lo cerca...
que el tigre con ser el tigre
no es más libre que cualquiera...

Y con su mano huesuda
rasca su barba de brea
por detrás de su perrada
al zaino le clava espuelas.

En los guardamontes secos
el monte tamborilea
y al redoble Feliciano
una baguala recuerda:

"El día que yo me muera
no lloren ni tengan pena
pongamén en cajón de barro
priendamén velas de arena".

¡Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera!

Costas de la serranía
el sol tendido faldea
en la manga de un huayco hondo
Feliciano echó pie a tierra.

Ya ladran firme los perros
torido que el eco ahueca
detrás de las palizadas
y quebradas azulejas.

De una mata de simbol,
mechudo sobre las peñas,
dorada de sol naciente
la baba del tigre cuelga.

-Aquí lo hemos de empacar-
resbalando el arma piensa,
porque ya sus veinte perros
cercaron la muerte overa.

Con ojos de oro cavado
y apagadas las orejas,
contra la barranca el tigre
sentado en su sexo acecha.

La primer bala del güinche
le atravesó la paleta...
boquiabierto quedó el tigre,
con la sombra bajo tierra.

¡Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera!

Ya finó el tigre manincho...
los cuervos revolotean,
sobre las cumbres, sol alto
resquebrajando la niebla.

Y don Feliciano Díaz,
tigrero de la Frontera,
mira, bajo el algarrobo,
donde se agacha la siesta,

En una sarta de alambre
las garras y la cabeza
que gotean lagrimones
de grasa en la tierra negra.

Zumbando, las moscas verdes
muerte y amor bordonean
encima del cuero overo,
mapa mudo de la selva.

Oliendo el olisco rancio
un perro viejo entresueña
y el sigilo de los tigres
le sobresalta las venas.

¡Cebilares de Gualiama
de Rosario de la Frontera! 

                                              [Jaime Dávalos]

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