[Richard Murphy]

Navegando hacia una isla 

La botavara se levanta sobre mis rodillas, y el barco

cae, y el oleaje se va, se va, mi mejilla  

besada y rechazada, besada; una tangente se balancea

como el arpón, corta el cielo infinito en mapas

rojos, y el mástil dibuja ochos y ochos a través 

del inmenso azul; los marineros cantan o duermen. 

 

Todo el día apuntamos hacia nuestra isla elegida,

Clare, con sus riscos ornados por la leyenda:

Allí, bajo los castillos, las exaltadas O’Malleys,

hijas de Granuaile, la reina pirata

que abordó a un turco con un trabuco,

se peinan el pelo rojo y reúnen el ganado.

A través del mar de fondo del escarpado Atlántico

sondado por la caña de martín pescador del sol,

navegamos para localizar en el mar, en la tierra, y en la piedra

el mito de una astuta y brutal espadachina

que piadosamente fundó una abadía.

Siete horas intentamos, contra viento y marea,

virar y regresar, sin hacer progresos.

El viento del norte se nos pega como una mordaza en los dientes.

 

Encerrados en un espejismo, vapor sobre el agua,

ligeros avanzamos sin esfuerzo por donde cortan las rocas horribles,

una acrópolis de cormoranes, un extinto  

volcán donde tejen las arañas, un purgatorio

guardado por arpías y encrespado por rompientes. 

 

Mientras nos zambullimos, la brisa refresca lentamente:

Hay colinas de mar entre nosotros y la tierra firme,

entre nuestras esperanzas y el puerto de la isla.

Un niño vomita. El barco vira y corcovea.

No hay refugio en el acantilado del alcatraz.

Estamos lejos, muy lejos: el casco está carcomido,

los palos se parten, las jarcias están raídas,

y nuestro timonel se ríe temerariamente. 

 

¿Y qué hay de aquellos que se han de ganar el pan

sobre el obsceno rostro de una ama loca?

Hemos sabido estando de vacaciones

que este es el barco que arrojó a su tripulación

muerta sobre los guijarros en el desastre de Cleggan.
 

Ahora se sumerge y la vela golpea el agua.

Acerca la proa a una ráfaga; es alcanzado, y se estremece.

Alguien grita. La botavara, débil como unas tijeras,

se ha partido. El marinero reza. 

Las órdenes truenan, así como los cañoneos de las lonas.

Se cubre de espuma. Todavía tenemos un mástil;

el remo hace de botavara. Me dicen que corte

las cuerdas de los sedales, y que fije el foque.

Los cabos azotan mis mejillas. ¡Calma! Por fin, calma:

El barco vuela a sotavento, podemos navegar sin peligro.

Nuestros sueños de la Isla de Clare lanzados por la borda,

con la tormenta detrás de nosotros cabalgamos las insomnes

aguas que nos arrastran amarrados hacia Inishbofin. 

 

La proa se balancea cuando se adelanta al oleaje.

No dormimos ni cantamos ni hablamos,

pero miramos a tierra firme donde los hombres siegan.

¿Qué pensarán los isleños de nuestra insensatez? 

 

El espontáneo comité de recepción, cuchicheando,

asiente con la cabeza y fuma en el tranquilo malecón.

¿Estoy celoso de estos pescadores corteses

que nos ayudan a bajar a tierra, por conocer el mar

íntimamente, por tener respeto a la tormenta

que se llevó a nueve de sus hombres una mala noche

y a cinco de Rossadillisk en este mismo barco?

El suyo es un puerto abrigado. Son remisos a contar

la historia de nuevo. Existe un orgullo local

por sus barcos artesanales.

Nos aconsejan regresar al día siguiente con el correo.

 

Pero esta noche nos quedamos bebiendo con la gente

feliz en la monotonía de los barcos,

que lleva la pesca al mercado de Cleggan,

que cultiva la tierra o cobra una pensión de América

suficiente para emborracharse hasta la mañana o hasta la vejez. 
  

El banco debajo de mis rodillas se levanta, y el suelo

cae, y las palabras se van, se van, con rostros

borrosos por el humo. Un anciano agarra mi brazo,

sus ojos vivos se mueven nerviosamente, discretamente insatisfechos.

Ha perdido su reloj, uno de oro americano

de la fábrica de gas de Boston. Él invita a la compañía

a un oleaje silencioso, el mar de su tristeza.

Salgo sigilosamente, me caigo entre piedras y ortigas,

haciendo crujir las ramitas secas de un saúco,

mientras un acordeón zumba sobre la colina. 

 

Luego, llego a una habitación donde la luna mira fijamente

por una ventana llena de telarañas. La marea ha bajado,

los barcos están escorados en el puerto. Aquí hay una cama. 

 

                                                                                        Sailing to an Island, Faber, 1963

 

[Traducción de Alissa Demaagd y Joan Navarro]

 

 

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