[José Pérez Olivares]

Jacob y Esaú

                               Isaac tenía sesenta años cuando

                                         los engendró.

 

                                                GÉNESIS, 25. 26

                                     

 

Amo a Jacob y Esaú.

Los amo con la oscura piedad que brota de mi alma,

     con el extraño temblor

que anida en el fondo de mi sangre.

 

A ciegas los amo, como suele amar un padre a sus hijos.

Y no puedo decir que prefiera a ninguno,

porque los dos son, ante mis ojos, dueños y señores

     de mi verdad,

que es la verdad del hombre que envejece.

 

Si uno es taciturno, el otro es vital.

Si uno se extasía con la música del viento

     en la copa de los árboles,

el otro, en cambio, clama por el bronco sonido del acero

     al chocar contra el acero.

Así son ellos Jacob y Esaú,

y así los veo yo, que soy su padre.

 

Pero a veces, cuando cierro los ojos y medito,

     me pregunto cosas.

Y una extraña inquietud recorre mi cuerpo.

Lo recorre de norte a sur

mientras pienso, por ejemplo, en la forma en que a veces

     se miran,

y en el oscuro reto que percibo en sus miradas.

¿Será acaso el rencor que nace también con la paternidad?

¿O será que ser hermano exige, sin ambages,

     la inasible confirmación de la duda?

 

Amo a mis hijos por encima de todo.

Y a su manera, también ellos me aman.

 

Con esta convicción, cualquier hombre

     cerraría en paz sus ojos.

Los cerraría sin necesidad de hacerse preguntas.

 

Y sin embargo temo.

 

Temo que Jacob y Esaú sólo aguarden mi muerte

     para abandonar su apacible máscara.

 

 

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