La riada

 

De súbito fui arrastrado por una tromba de agua que arrasaba todo cuanto encontraba a su paso. Quise agarrarme de las ramas de un árbol, pero caí sobre la borrasca que, arrastrándome entre guijarros y desechos, me arrojó en una zanja donde viraba el curso del río.

 

Parecía una tormenta en verano, los relámpagos se desataban en el cielo y las aguas se precipitaban desde la punta de los cerros. Las piedras y los puentes, que hacían de muros de contención, fueron cediendo poco a poco, hasta reventar como diques de corcho. La corriente se hizo invencible y nada pudo resistir su embestida. El caudal se multiplicó y la ciudad quedó navegando en las aguas, mientras el lodo, convertido en ciénaga, iba acabando con todo vestigio de vida.

 

Aunque a ratos me sentía como Ícaro, podía respirar y avanzar contra la corriente. No sé cómo me salvé pero alcancé la orilla. En derredor estaban los cadáveres sepultados por la avalancha. De la ciudad no quedó nada, ni siquiera el trino de los pájaros.

 

Más tarde se despejó el cielo y llegaron los helicópteros de rescate. Los soldados organizaron patrullas de rastreo y se dieron a la búsqueda de las víctimas del desastre. Siete días y siete noches buscaron todo indicio de vida. No quedó un pedazo de tierra sin escarbar. Dieron con un perro herido que vagaba sin consuelo y con el cuerpo de una mujer que yacía en un recodo, donde la riada la empujó después de desvestirla; tenía la cara desfigurada, los brazos torcidos, las piernas cruzadas alrededor del cuello y los cabellos apelmazados por el lodo.

 

Cuando los soldados me encontraron por el rastreo de los perros, no podían creer que todavía estuviese vivo. Me subieron a una camilla y me condujeron al hospital, donde me cortaron y zurcieron el cuerpo. Mas esta experiencia prefiero no contar, porque es el episodio más cruel que recuerdo de la pesadilla.

 

 

Víctor Montoya

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